domingo, 9 de diciembre de 2012
Donde acaba un ministro
sábado, 1 de diciembre de 2012
La Luz y la Sal
La Lucila pasó casi toda su vida sumergida en esa rutina. Mientras hubo fuerza en sus brazos, cogía el pesado batan para darle de alma a las especias que se convertirían en la marca registrada de su sazón, la misma que fue probada durante 60 años por los devotos de la cocina arequipeña, junto a la ceremonia obligada de quienes llegaban a entrevistarse unos momentos con la artífice de todo el asunto: el prende y apaga, combinación deliciosa de dos temperaturas. El incendio del anisado que se alivia solo con la frescura de una chicha refulgente. Repita las veces que sea necesario.
Dice su hija mayor, Gladys, que una vez se sorprendió cuando la mandaron a llamar, para saludarla. Lucila abandonó la cocina para atender a este cliente que solicitaba tener a la cocinera en su mesa. Era Fernando Belaúnde Terry, quien deseaba compartir su almuerzo con la hacedora de maravillas. Lucila se emocionó. Aceptó de inmediato sentarse con el ex presidente y rieron durante una jornada que selló el cariño mutuo con un cuy de antología.
Lucila se fue el mismo año en que nacieron la Sociedad Picantera de Arequipa y se instituyó (por fin) el Día de la Picantería. Como esperando que desde sus fogones a leña saltara la chispa que encendería una tradición más allá de los límites de su Sachaca de toda la vida. Y es que, acéptalo sibarita, la cocina arequipeña no hubiese podido llegar hasta el sitial que tiene hoy si no se ponía como columna vertebral ese monumento al paladar que es su chupe de camarones, o su civinche, o su cuy, o su rocoto, o sus celadores, o sus...
Hay una congoja extra en la partida de Lucila y es la del que, en ausencia de abuelas, la había adoptado a la distancia como propia, celebrando sus ocurrencias, reconocimientos y bondades, pero sobre todo esa generosidad sin fronteras que hoy, en absoluta orfandad, miles de arequipeños extrañan a la hora de coger el tenedor y el cuchillo.
Pero también conocía de rabias. Renegaba duro cuando alguna de sus 5 hijas metía la pata en la cocina. Cucharón en mano hacía el ademán de retarlas para que no cometieran otra vez el error. “Pero era muy buena a la hora de arreglar los desastres”, recuerda Gladys y se sonríe, evocando los días en que su madre la perseguía entre las ollas. Es ella ahora quien deberá asumir el mando de todo ese batallón de tinajas, batanes y cucharones. Y así continuar con el legado de servir platos que se convierten en historias.
Fue hace un par de años que la vi por última vez. Ya los médicos le habían prohibido comer el cuy que tanto le gustaba. Pero seguía allí, incansable, sentada al pie del fogón, esperando quizás por ese comensal que sorprendiera a todos pidiendo algo de otro tiempo.
- “Ya casi nadie pide loritos de liccha”- me dijo entrecerrando los ojos.
Adivinen qué almorcé.
sábado, 29 de septiembre de 2012
Zoila
jueves, 30 de agosto de 2012
El olor de los cipreses
miércoles, 14 de marzo de 2012
jueves, 1 de marzo de 2012
Diga 33
No celebro por decreto pero acepto regalos. Libros y discos siempre en primer lugar. Entre los utilitarios prefiero que me obsequien calzoncillos y medias. He llegado a tener cajones rebalsando calcetines sin su respectivo par, obligándome a salir a la calle con los pies disparejos, con pánico de que lo notase la cita de ocasión. Eso sí, nunca medias blancas con zapatos de vestir. Solo Michael Jackson puede darse el lujo de hacer semejante cosa y hasta donde sabemos el hombre está muerto.
Cuando los desconocidos me preguntan por la fecha de mi cumpleaños siempre reaccionan igual ante la respuesta: “28 de febrero”, digo. “Uffffff”, agregan de inmediato, como si la fecha fuese un límite extraño, la antesala al 29 bisiesto que solo permite celebrarse cada 4 años.
Wikipedia me sopla que las efemérides del día son, a lo mucho, curiosas. Por ejemplo, en 1525 Hernán Cortés le da vuelta a Cuauhtémoc, el último emperador azteca. En 1935 un tal Wallace Carothers inventa el nylon y seis años más tarde, en la que debió ser una tarde apoteósica, en Bogotá se funda el club de fútbol Santa Fe.
Con los cumpleaños la cosa no mejora mucho. Me sorprende encontrar al rolling stone Brian Jones y a los espectaculares arqueros Sepp Maier y Dino Zoff. Pero luego la cosa transita entre Paul Krugman, economista estadounidense, y Ainsley Harriott, cocinero inglés. Y a mí que las matemáticas no me van y de comida británica solo he probado sus fish and chips, que no es otra cosa que el pescado apanado con papas fritas de toda la vida. Hasta deprime saber que comparto mi santo con Linus Pauling, del que solo sé que es una academia preuniversitaria.
Hoy, mientras espero que mis amigos abandonen la comodidad del mensajito en twitter y decidan hacerme una llamada o, mejor aún, una visita, los huesos me duelen por el frío de los días, aunque no falta el chistosito que le achaca la dolencia al paso de los años. Para rematar la sorna, hoy también es el Día Nacional de Lucha Contra la Osteoporosis.
Pero claro, hoy también cumple años Beto Ortiz, el mejor entrevistador del país. Cumple 44, 11 más que yo. Hasta donde sé, él está en Buenos Aires, Argentina. Tal vez yo deba ir a Buenos Aires, Cayma, para seguir alentando coincidencias.
Las flores de Florentino
Giovana Guevara busca a su hermano desaparecido. A ella no la persiguen a diario los reporteros para preguntarle por su dolor y no hay Topos de México ayudándola en su pesquisa. Sus amigos y parientes caminan por las riberas del río Socabaya escarbando en el lodo para ver si por allí brota una mano, una pierna o lo que fuese del cuerpo de Walter, a quien se lo llevó la fuerza del agua el 8 de febrero de este año. Sí, con el escenario que se ve, lo más probable es que estén buscando un cadáver. La esperanza de lo contrario no existe.
Sospecho que cuando encuentren el cuerpo, su ataúd no será llevado en hombros por la plaza de armas ni habrá multitudinarias misas de cuerpo presente, porque Walter no era un irresponsable muchachito perdido en el Colca durante un viaje con la enamorada. Él solo era un operador de maquinaria pesada que estaba trabajando cuando la lluvia convirtió al río en un monstruo que se lo llevó con cargador frontal y todo.
Pero a Walter Guevara hay gente que sí lo llora. Amigos, familia y vecinos que gritan su nombre y obtienen como única respuesta el bramido de esa bestia marrón que lo devoró. A ellos, que quieren sepultarlo, seguramente la idea de ir a bailar a la calle echando serpentinas y espuma, celebrando una dudosa efeméride, no les pasa por la cabeza. Mucho menos tirarle agua al desconocido. Solo quieren ver más gente tratando de encontrarlo.
Pero la fiesta debe continuar ¿no?
No.
Organizar, financiar y celebrar un invento llamado “el corso de las flores”, cuando a Lima se le pide, casi suplica, que envíe 50 millones de soles para atender la emergencia por lluvias es, cuando menos, indolente. El argumento ese que dice que la ciudad no puede parar pese a las tragedias es inaplicable en este caso. No puede ser un argumento para defender ese esperpento cuando se va a llorar miserias a la capital, se pide condonación de la deuda municipal, el 90% de las vías parecen territorio lunar, se tiene 37 órdenes de embargo y las obras prometidas por el alcalde Florentino Alfredo Zegarra Tejada, esas que se iban a hacer a 3 turnos, llueva o truene, están paradas y con el pronóstico de seguir la vieja tradición edil de no terminarse hasta varios meses después del plazo inicial.
Es de mal gusto que el subgerente de Cultura de la MPA, Walter Espinoza, diga que el corso de marras debe ser “Patrimonio Cultural Inmaterial” y que atraerá turistas por miles. No me jodan, damas y caballeros. Ver camiones de gaseosas con propaganda, que la gente se aviente agua, espumas y talcos a mansalva mientras se escucha hasta el paroxismo el carnaval de Benigno Ballón Farfán dista mucho de ser patrimonio de nada. Insinuar que eso va a generar ingresos es insultar la lógica de quien sabe que cuando hacen arqueo de caja después del 15 de agosto todos los involucrados ponen cara de circunstancia.
Y tú, chocherita wachiturro que preparas el arsenal de globos con agua para reventar a la flaca a la que en otras circunstancias no podrías ni hablarle, tampoco te salvas. Que no te engañe el hecho de que estos días parece el diluvio universal, castigo de Dios. Arequipa sigue siendo esa cabecera del desierto más grande del continente. Y aquí, a 40 minutos del centro, queda Upis-Milagros, donde la gente no sabe cuándo tendrán la bendición, aunque sea, del callejón de un solo caño, del agua potable que ahora le avientas a la prójima. Jugar el empapado carnaval en Arequipa me parece tan bárbaro como organizar esos concursos gringos de comer hot dogs pero en medio de la barriada africana más trágica. Alimentar esta costumbre merece que nos revisemos el alma.
Si en medio del desastre quieres celebrar tu cumpleaños, aniversario, o que al afeitarte el bigote por fin te quedó derecho, enrostrándole tu felicidad al vecino en apuros, ese es tu problema y ya tu conciencia se las arreglará contigo. Pero que las personas que manejan la Municipalidad Provincial, o cualquier autoridad, esas que rogaron para que les diésemos ese trabajo con nuestro voto, decidan agarrar los magros recursos para hacer una fiestita que le aporta poco (o nada) a la ciudad, y con esto generan una mayor e innecesaria molestia, es francamente obsceno.
Ahora los cielos se abren poco a poco y el gris va perdiendo terreno frente a los ocasos multicolores de la época. Significa que falta poco para que el azote culmine y será la hora de curar esas heridas que nunca se atienden con propiedad. Quizás ahí será tiempo de celebrar, aunque no veo qué podría ser. ¿Y si celebramos algo que valga la pena? Por ejemplo que las obras se terminarán en el plazo correcto. O que esta vez se harán pistas de verdad, que soporten la lluvia que siempre cae y no se derritan como si en vez de agua pareciese que les cae sulfuro. O mejor aún, que Giovana y su familia finalmente pueden enterrar a Walter mientras los miles de damnificados recuperan lo que perdieron.
lunes, 13 de febrero de 2012
El origen
Hace 13 años Internet no estaba en los celulares. Es más, tener un celular, para un estudiante universitario de luca diaria para el pasaje, era un propósito inalcanzable. No había Facebook ni Twitter y muchos pensaban que habría un apagón maldito cuando el reloj de las computadoras tuviera que marcar el doble cero del cambio de milenio. En esos días sin blogs ni YouTube lo más cerca que uno podía estar de la modernidad era crearse un correo electrónico desde la estrechez de una cabina pública a dos soles la hora.
Eran días de pelo largo y un solo jean para quien esto escribe. Días para decidir qué carajo hacer con una carrera a punto de terminar y sin más futuro que ser practicante eterno en cualquier municipalidad cuya oficina de prensa y relaciones públicas necesitara un muchachito multiusos con ganas de caminar por la ciudad repartiendo notitas de prensa redactadas por sabrá Dios que analfabeto.
En esas andaba cuando la esperanza apareció en su forma más cursi. Una epifanía que vino en el envase más cliché de todos: un sueño bien torreja. Mi cerebro dormido tuvo la idea de salir en mi rescate mezclando libros, canciones, comics, deseos y una que otra imagen altamente pornográfica como decorado en los territorios de Morfeo. Allí estaba yo en las entrañas de mi subconsciente vestidito con ropas que no tenía en la vida real y con la cara de pavo que he cargado toda la vida. Me rodeaba una oficina pálida sin más decorados que unos estantes de libros. Frente a mí titilaba un monitor de computadora, de esos de fines de los noventas que parecían cajas de leche, esperando mis órdenes en el teclado.
En ese marasmo estaba cuando una secretaria curvilínea, de las que solo aparecen en los sueños, entró a desarmar mi abandono. Cargaba ella un pedido que cambiaría todo desde esa ficción. “Señor, solo falta su columna”, dijo como si fuera una costumbre diaria y se fue. Recién allí me di cuenta que me encontraba en la redacción de un periódico, que estaba al borde del deadline y mi texto era lo que demoraba la impresión. Giré mi silla hacia el inmenso monitor que me esperaba y pude ver en la pantalla una plantilla digital que cargaba mi nombre debajo de su título hechicero: The Scarecrow.
Desperté recordando cada detalle y me di el trabajo de apuntarlo todo en una agenda, como para que me persiguiese. Me extrañaba que el título estuviese en inglés, pero tampoco me atormentaba. Solo me sorprendió verme en el futuro, como una caricatura del porvenir. Todo eso pasó a ser parte de las miles de historias inconexas que albergaba esa agendita negra que todavía guardo. Desapareció hasta que tuve que enfrentarme a una computadora de verdad para tratar de insertarme en las exigencias de la actualidad. Me iba a crear un mail.
Allí reaparecieron en mi cabeza la secretaria bien formada, la oficina pálida y la plantilla en inglés. Debía poner un nombre al correo que iba a viajar en la red como identificación de mi humanidad y llegaría hasta el buzón de potenciales jefes que buscaran practicante sin sueldo. “The Scarecrow” sería muy huachafo así que tocaba ponerlo en el castellano materno. “El espantapájaros” fue la primera idea pero existían miles de cuentas así. Sólo me quedaba la transcripción literal del sueño. “El Espantacuervos”.
La reverberación del nombre me gustó de inmediato. Con los años lo utilicé como seudónimo para tres o cuatro cuentos que envié a concursos con poca suerte. Los amigos se encargaron de hacer la burla correspondiente a tan extraño sobrenombre y cobró nueva vida cuando, en un arranque de torpe vanidad, publiqué un blog con ese título. Hasta allí llegó pero en el año 2010 una idea iba a convertirlo en una palabreja pronunciada más allá de la breve cofradía de amistades que se daban el trabajo de leerme en Internet.
Hacer un programa de entrevistas en televisión no es algo que veía en el futuro cuando llegaba al viernes con el mismo pantalón del lunes, martes, miércoles y jueves. Jamás me pasó por la cabeza cuando revisaba la billetera inútilmente en pos de una luca para las copias, más inútiles todavía, de la universidad. Fue algo que ocurrió por sí mismo, acaso empujado por la velocidad de mis ganas y la confianza de quienes creyeron en el proyecto. Y ahí avanza con su nombrecito que hoy repiten desde alcaldes timoratos hasta choferes de combi que me tocan el claxon cuando me ven en la calle y me saludan con un cariño impagable: “Habla, espantacuervos”, gritan riendo.
El mail que dio origen a esto murió hace poco, ahogado por miles de mensajes que prometían alargarme el pene y ofertas generosas de multimillonarios saudíes que solo pedían mi número de tarjeta de crédito (que no tengo) para depositarme fortunas. Pero el sueño de la columna “El Espantacuervos” empieza hoy aquí, con este texto meloso y presumido que explica el génesis de la palabrita. Prometo no volverlo a hacer.