miércoles, 16 de diciembre de 2009

Guerreros del arcoiris

Tengo mucho que decir sobre este encuentro, el concierto y lo que hablé con estos dos sujetos fuera de cámaras
(Tranquilidad, ya vienen vacaciones y me pondré al día con todo lo que debo: amistades, textos, romances, etc, etc)

Mesa de Edición

El nuevo proyecto de "El Búho".

(estuve viajando, ya voy a postear tooooodo lo que les debo)

lunes, 5 de octubre de 2009

"Aquí estoy yo"

Por su destacada labor en el universo de las letras, el poeta José Ruiz Rosas fue homenajeado en la Feria del Libro. Sus sesenta años dedicados a la poesía, sus esfuerzos por la cultura y su magia de viejo hechicero de las palabras, son más que suficientes para la distinción.

“Bájenme. No van a estar subiendo hasta acá” dice José Ruiz Rosas desde el estrado donde se encuentra, sentado en su silla de ruedas y con los ojos tan abiertos que parece mirar a través de todo. Piensa que es una molestia para la gente subir hasta donde él para pedirle un autógrafo y quiere hacer las cosas más fáciles para su público, a sus 81 años.
Las manos le tiemblan un poco cuando tiene que poner su firma en algún libro suyo o en el papel cuadriculado que un fan emocionado improvisa como receptáculo de su nombre de poeta. Pero a todos sonríe y agradece con entusiasmo. Quiere decir muchas cosas pero la salud no lo deja. Otros se conforman con tomarse la foto a su lado. Le hablan y él asiente con la cabeza. Se despiden con respeto pero también con la confianza de quien le habla al abuelo de la propia familia. “Nos vemos, Don Pepe”, le dicen.
La Feria Internacional del Libro le ha rendido un homenaje. Sesenta años dedicados a la poesía se merecen el gesto y más. Por lo pronto, el auditorio preparado para el evento lleva su nombre y todos los presentes están pendientes de su camino al estrado sobre dos ruedas. Los aplausos no se detienen mientras pasa el poeta.
Ruiz Rosas nació en Lima (en Huacho para ser exactos) en 1928, pero no se quedó mucho tiempo. Afectado por un asma bronquial que le robaba el aire, decidió mudarse a tierras menos húmedas y encontró en Arequipa el lugar perfecto para seguir viviendo sin espasmos. Tenía recién 18 cuando se trasladó definitivamente. Con él se vino toda su poesía.
En el estrado del homenaje lo espera su viejo amigo Walter Márquez, también poeta. Márquez es el encargado del discurso de rigor y en él recuerda cómo conoció al bardo en aquel cónclave de talentos que fue la librería “Trilce”, que Don Pepe fundó en los sesentas para vender libros pero terminó regalando varios, muchos. “Era una Casa de la Cultura” subraya Márquez y el poeta lo mira, como recordando.
El homenaje llega con regalo y diploma. La organización de la FIL garantiza que el auditorio principal del evento siempre llevará su nombre en las próximas ediciones. El poeta agradece con la cabeza los aplausos que se suceden uno tras otro y se pone sus gafas. Lee un discurso y luego anuncia algo colosal. Va a recitar algunos de sus poemas.
En silencio, el público se conmueve. Algunos lloran un poco cuando la voz del poeta se quiebra. No es el asma lo que rompe su voz.
Terminado el protocolo, Don Pepe recibe los saludos, los halagos, las sonrisas. Abajo, su esposa Teresa recuerda frente a las cámaras de televisión cómo se conocieron. “Me dio un manojo de poemas que todavía conservo” dice y recita uno de memoria. Luego agrega, ruborizada: “se presentó como Pepe Pérez porque no podía pronunciar bien la R y le daba vergüenza decirme: hola, soy José Guiz Gosas”.
La barba del poeta llama la atención de quienes no lo conocen pero fueron convocados al evento por la parafernalia de la ocasión. “Parece un búho” dice sonriendo una muchacha y no le falta razón. Ruiz Rosas la mira con ojos turbios y sonríe, quizás pensando en sus propios versos:
… vuelvo a mirar y abro los ojos
como un insomne búho en medio día…
Eran, en efecto, las 12.

Antes de irse a casa, el poeta quiere visitar la Feria. Una comitiva de familiares, amigos y algunos improvisados, se agolpa en torno a su silla de ruedas mientras él recorre los stands con prisa. La gente se abre paso ante su presencia y algunos le reconocen. Todo es muy rápido y los flashes se disparan en todo el recorrido. Llega finalmente al stand donde se venden sus libros, incluida la reciente antología “Obra Poética” publicada hace una semana. Ruiz Rosas coge un ejemplar y se reconoce en la caricatura de la portada, hecha por su viejo amigo Luis Palao Berastein, hace ya bastantes años.
-“Aquí estoy yo”-, le dice a la gente que lo acompaña.
Mira con paciencia a todos. Su cabeza parece girar en 360 grados. Es, qué duda cabe, un búho. Un señor búho.

martes, 29 de septiembre de 2009

Subiendo al cielo

Este buen señor de barba es Luis Nieto Degregori, uno de los escritores cuzqueños más importantes de los últimos tiempos (nunca escribí algo tan cliché pero no se me ocurre nada de momento)y estuvo en Arequipa invitado por la Feria del Libro. También cayó en CONTRASTES.

viernes, 18 de septiembre de 2009

El Perú de Gastón

El R.P. Gastón Garatea es de esos curas que caen bien. Es ex comisionado de la CVR y un comprometido en el tema de lucha contra la pobreza. Estuvo en CONTRASTES y hablamos sobre el libro prohibido: el de Abimael Guzmán.

jueves, 17 de septiembre de 2009

Deseos de humo

Su figura habita en los hogares que le tienen fe. Su representación física es regordeta, con un chullo, cargado de bolsas con ofrendas, algunas fotocopias de billetes extranjeros, carros y cuanta cosa uno quiera pedirle poseer. Su rostro posee una permanente sonrisa de boca abierta que solo se altera cuando se le pone un cigarro para hacerlo fumar. El Ekeko es como un "santito" andino, que cumple deseos a los que creen. Y no son pocos.

Debe fumar a los 4 vientos" dice Mario Talavera mientras le coloca un cigarro al Ekeko. Este lo recibe inmutable mientras el cosmobiólogo continúa hablando sobre el linaje de esta criatura andina. El Ekeko fuma pero no tose. No le afecta.

El Ekeko mira desde sus ojos de arcilla y espera recibir los deseos de quienes lo convocan. Su indumentaria de juguete es la clásica. Lleva una fotocopia de un billete de 100 dólares colgado en el pecho y pequeñas bolsas con maíz y arroz inflado. Un carrito de juguete se deja ver entre tanta cosa y el Ekeko sigue erguido en sus 20 centímetros de magia ancestral.

En el mercado San Camilo, los ekekos se lucen colgados esperando despertar la fe de un comprador. Sus precios varían según el tamaño. Los hay desde 3 soles hasta 25. "Si es más grande, es mejor, más poderoso es", dice Ida, que los vende en su pequeño puesto junto a hierbas misteriosas y otros artilugios de lo desconocido. Agrega que los días para prenderle un cigarro y darle algo de licor son los martes y viernes. "Porque son días de brujas", susurra como revelando un secreto.

Ida ofrece sus ekekos lo mejor que puede. Habla de la fe que le pone la gente a esa extraña magia proveniente de una pequeña escultura de arcilla y pintura. "P’al negocio piden" dice Ida mientras envuelve en una bolsa de plástico al Ekeko que se llevará su interlocutor.

- ¿Tú tienes uno en tu casa, Ida?
- No.


Talavera coge al Ekeko con cuidado. El segundo cigarro se consume veloz en la boca falsa del muñeco y las cenizas caen sobre su mano. La ceremonia prosigue invocando a los apus que, en teoría, dieron origen a la tradición de tener en casa a un pequeño "santito andino" que demanda cigarros Inca sin filtro y algo de alcohol antes de cumplir los deseos que carga en las miniaturas de su espalda. A los 20 minutos, el tercer pucho se consume indetenible.

Su origen puede rastrearse hasta el altiplano. Hace un par de siglos, la costumbre se impuso con el folcklore. Los que defienden su magia afirman que los tiawanaco y el dios Tunupa son los iniciadores del rito. "Falso", dice el cosmobiólogo. "El Ekeko es algo más moderno, es algo más folklórico, que tiene raíces en la zona de Tiawanaco, pero no significa que esa cultura haya tenido ekekos". Desde la mesa, el Ekeko fumador no lo desmiente.

Desde Bolivia, el mandatario Evo Morales quiso reclamar, para él y los suyos, el origen de este Ekeko cumplidor de deseos. El reclamo nació días después del debate que puso en riesgo las relaciones diplomáticas: ¿la diablada es peruana o boliviana? Perú lanzó la primera piedra al poner a la candidata local al cetro de Miss Universo, Karen Schwarz, a desfilar en el certamen con el traje típico de la danza de los demonios. "Ah, no" dijo alguien en el ministerio de Cultura del país altiplánico y comenzó el contraataque. Echaron mano de su erario nacional y produjeron un spot de televisión, aclarando que Oruro es donde nació el baile conflictivo. Luego, en defensa de su orgullo, pagaron más para difundir el comercial en CNN. Nunca hubo un dinero tan bien utilizado.

Antes que Perú volviera a reclamar algo como propio, generando roces internacionales de alcances inimaginables, el gobierno de Morales decidió inventariar su valioso patrimonio previniendo cualquier impase. El Ekeko sería el símbolo de la cruzada por sus derechos patrimoniales.

En Arequipa, el Ekeko comprado en el mercado San Camilo sigue fumando sin preocuparle su doble nacionalidad. Los deseos del día ya le fueron pedidos y pagados con su cuota cancerígena de rigor. Talavera asegura que si se puede hablar de un origen único de este personaje este sería tawantinsuyano. Sobre el alcance de los poderes del Ekeko no hay nada concreto. Mientras una voluta de humo se eleva sobre su cabecita adornada con un chullo, alguien que acaba de cobrar le guiña un ojo como agradeciendo la rapidez de su embrujo. Casi siempre los deseos son materiales.

lunes, 14 de septiembre de 2009

Mabela del Mundo

Sí. Se me chorrea todo cuando la veo. Asumo. Estoy enamorado de ella (aunque se enoje). Mabela Martínez lo tiene todo bien. Y tengo su número.

lunes, 7 de septiembre de 2009

Los herederos del burro (Versión uncut)



Jaime Garcés Palacios coge su pipa mientras se protege del sol del mediodía sofocante con un sombrerito gardeliano. Se apoya en su auto, un Ford del 47 que posee desde que él tenía 50 años. Hoy lleva 72 y tiene los ojos color turquesa y sus pantalones marrón (carmelita, le dicen) se sostienen gracias a unos tirantes fuera de toda moda.
Su auto luce nuevo, bien cuidado. Brilla. Cuando Jaime se sube, con su atuendo tan singular, el cuadro se completa. El espectador casual se confundiría un poco en la época y pensaría que por algún sortilegio de las flores, se regresó al siglo pasado. Pero allí interviene Daddy Yankee que suena desde un parlante Sony a todo volumen y derrumba con su escándalo la intención del tiempo de ser uno que no volverá.
Cerca del Ford 47 de Garcés, se luce un Oldsmobile, con un hombre al timón que también es bien old. Lo acompaña su esposa ídem, feliz de la vida, esperando que alguien les avise que ya empezó el desfile de autos antiguos de Medellín 2009 y puedan poner primera en esa prehistórica caja de cambios. Mientras tanto esperan mirándose como cuando eran último modelo. Ellos y el auto, claro está.
La pipa enorme que lleva Garcés es meramente decorativa. Ningún humo proviene de ella y es que sería riesgoso tener algo ardiendo en el interior lujoso de su coche añejo. “Lo encontré en un parqueadero, todo chocado y en los asientos anidaban las gallinas”, evoca. Llevaba unos 10 años abandonado a su suerte hasta que Garcés quiso volverlo a la vida. Le costó un dinero que ya no recuerda y hoy le sirve para breves paseos con su familia una vez al mes. “Nunca lo llevo a más de 50”, dice precavido. Luego, sus ojos de abuelo azul se llenan de luz al contar que también tiene un Fiat del 65 y un Renault del 78 esperándolo en casa. “Me gusta tenerlos porque me gusta” dice sin mayor discurso.

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Cuando había pasado los 60 años, Carlos Coriolano Amador tuvo una de esas crisis que hoy llaman “de madurez”. Él, multimillonario antioqueño y lleno de honores, tenía una ambición un poco más modesta que el imperio que había construido, de la mano con el crecimiento de Medellín, a finales del siglo XIX. Quería tener un auto.
Medellín no era entonces una ciudad muy cómoda para transitar. Su geografía, enclavada entre montañas con nubes, obligaba a moverse entre subidas y bajadas dramáticas, con graníticos silleteros llevando mercancías y gentes a lomo de hombre. Inevitable suponer que hubo un sentido de utilidad en el deseo del buen Amador de conseguir un carro. También había la certeza de saber que se estaba haciendo historia. El suyo sería el primer vehículo motorizado que se movería en toda la región.
La novedad llegó el 19 de octubre de 1899. Coriolano obtuvo mediante su dinero un De Dion Bouton, pequeño auto hecho en Francia, con cabida para dos pasajeros: el chofer, traído especialmente para la ocasión desde el país del flamante coche, y el potentado Amador, que se puso sus mejores ropas y no cabía de contento por la oportunidad de inaugurar en la puerta de su casa aquella maravilla mecánica.
Sobre lo ocurrido ese día en la entonces llamada Calle de Palacé, donde vivía el inquieto Amador, circulan dos versiones. La primera da cuenta de un viaje de varias cuadras en la calle, sin percances, hasta que el artilugio se paró sin que nada pudiese volver a ponerlo en marcha. La segunda, un poco más pesimista, narra la peripecia como una travesía que no duró más de media cuadra.
Ambas versiones coinciden en que una turba de curiosos se arremolinaron en el lugar, para ver cómo era posible que ese aparato se moviese por sí solo, comandado por ese hombre que habían aprendido a admirar y al que no le encontraron mejor apodo que el de “Burro de Oro”.

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En parqueadero de lujo se ha convertido el frontis del diario El Colombiano. Por allí transitan, entre los autos, figuras de otra época pero con blackberries y lentes oscuros. Las muchachas que forman parte de este espectáculo se saben guapas ante los ojos del sexo opuesto.. No ocultan mucho en sus disfraces de viejo cabaret. Los muchachos, hijos felices de un papá generoso, pasean orondos en sus trajes de dandis de unos años que nunca vieron.
Otros llevan la caracterización a límites sospechosos. César Castro tiene un Chevrolet Impala y una mala peluca a lo Elvis. Su ropa se completa con la respectiva camisa con lentejuelas, las gafas enormes y el gesto del Rey en la cara. Lo escoltan al interior de su auto, una mujer que no se parece a Priscilla Presley y unos niños que se divierten de lo lindo.
Unos falsos hippies multicolores también esperan. Están dispersos, como viendo cómo poder burlar aquella advertencia de la organización del evento que amenaza con no dejar participar en esto durante 2 años a quien se le encuentre medio bebido y manejando. Quizás no eran tan falsos estos hippies.
Aparecen unos carros “de película”. Está el mismo modelo de Lincoln Continental de 1942, donde a Sonny Corleone lo dejaron como colador de fideos. También ruge el motor del Mustang Shelby GT500 que Nicolas Cage no podía robar nunca y que bautizó con el tierno nombre de Eleanor, quizás para conjurar la mala leche de aquel auto maldito.
Las muchachas guapas siguen haciéndose notar en todo el recinto. Les roba cámara el Ford 1927 de Gabriel Laverde, que luce como una camioneta de granja idílica. Hasta una abuelita se deja ver con su escopeta de dos cañones y la sonrisa en ristre. Son una imitación de los “Beverly Ricos”, esa serie de televisión donde unos campesinos descubrían petróleo. Laverde dice que no es tan rico y que esto de los autos lo hace con mucho amor.
El “General Lee” se deja mirar desde su televisivo rango militar. Es un Dodge Charger del 69, naranja a todo lo largo de su carrocería de leyenda, la misma que forjaron en los setentas, esa pareja de hermanos llamados “Los Duques de Hazzard”, que trataban al vehículo como si fuera un avión. Realmente volaba.


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La explosión despertó a todo el mundo en el apacible barrio de Santa María de Los Ángeles. Allí, elevándose sobre sus vecinos, estaba el edificio Mónaco, el blanco del atentado con cochebomba que provocó el estruendo. Era 13 de enero de 1988 y dos vigilantes perdieron la vida cuando el destino del estallido era quitársela a otro hombre. A Pablo Escobar.
El que se convertiría en el narcotraficante más famoso del mundo, había estado durmiendo allí durante un tiempo. “Nadie sabía que Escobar vivía allí”, le dijo un vecino a los policías que fueron a ver por qué tanto alboroto. Obviamente no encontraron al capo, pero lo que descubrieron los dejó embobados. Entre muebles finos y cuadros costosos, hallaron 40 autos deportivos de primera línea, de esos reservados solo para millonarios con hobbies inalcanzables. Nada mal para un hombre que empezó su oficio robando lápidas de los cementerios.
Cuando el capo Escobar ya no estaba en pleno uso de todo el poder que la que la coca le dio, a su Hacienda Nápoles, una especie de rancho Neverland para mafiosos, con animalitos y todo, también le tocó la hora de ser intervenida por la ley. Y entre las extravagancias, otra vez aparecieron esas joyas móviles que tanto gustan entre los ricos.

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Algo apartado del barullo de estos conductores y sus caros juguetes, el auto más hermoso del mundo se dejaba mirar. Un Ford 1915, color verde nostalgia. Su tablero tiene madera y cuero, todo con un brillo real de abolengo fino. Pero nadie está sobre él. Parece como abandonado a su libre albedrío, en medio de este carnaval de ruedas y tuercas. Quizás no haya chofer a la altura de su mito.
El sol terrible de la tarde quema pieles pero embellece metales. Los destellos que salen del cromo de los cerca de 300 autos en exhibición, deslumbran mientras van pasando. Allí está el espectáculo ofrecido al público. Una larga caravana de hombres y máquinas que mueve en su recorrido mucho más que sus disfraces atemporales y los millones de pesos invertidos. Transporta historia. Y mujeres hermosas.
Los que no poseen ninguna de estas, se limitan a verlas pasar.
Casi al final de la exhibición, un hombre pasea alrededor de una belleza, como cortejándola. Y es que merece más que piropos. Sus curvas delatan una historia movida. Son tan simétricas que acariciarlas es lo primero que cruza por la mente. Con todo respeto, eso sí. Se deja tocar pero no sonríe. Tampoco se enoja. Por delante su estampa es magnífica, quizás más atractiva que las muchachas que van por ahí con sus bustos 36-B. No tiene esa voluptuosidad pero sí hay mucho que ver. La elegancia que vence al exceso. Y aunque no parece conmoverle ninguna de las miradas casi obscenas que recibe, ronronea a gusto. Se sabe la causa de tanta atención y su murmullo se convierte en rumor. El hombre que la acechaba decide meterse en ella, allí, delante de todos, sin pudor alguno. La escena perturba por el color improbable del objeto del deseo. Es dorado. El único Mustang 66 dorado.
Quien lo posee es Jorge Montañez y no usa disfraz. Su pinta es de un vaquero moderno, con jeans apretados, botas texanas, polo Lacoste y sombrero. Dice que así se viste siempre. Habla por teléfono mientras pisa el acelerador de su máquina. La engríe.
“Mi padre nunca tuvo un auto nuevo, creo que por eso me gustan tanto estos carros”, bromea mientras señala otros dos Mustang más. “También son míos” agrega y sus hijos lo saludan desde los volantes de ambos. Han heredado el hobbie del padre.
Pero Montañez también colecciona los otros carros, de esos que se hacen en miniatura para irlos colocando en aparadores. Dice tener más de 5 mil miniaturas en casa, a las que cuida como si fueran autos de verdad. No habla mucho pero gesticula lo suficiente para que se note que está feliz con la vida que lleva, aunque no quiera revelarle al cronista cuál es.
Deja muy en claro que su carro dorado es el favorito. También lo rescató de un cementerio donde se oxidaba a merced del aire. La conversación se acaba cuando pone primera y se alinea con los demás carros que van saliendo hacia la calle, al desfile. Su dorado resalta sobre el resto de autos y Montañez lo sabe. Lo conduce con una mano en el timón y la otra colgando de la ventana. El resto es pura mecánica automotriz.


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En Medellín la gente se mueve mucho. Y no de cualquier manera. Los autos de uso cotidiano lucen nuevos y modernos. Son muy pocos aquellos que se dejan ver por la calle con una carcacha. Brillan en las empinadas pistas los Chevrolet, los Renault, los Peugeot, los Fiat. Ni un carro chino de dudosa eficacia se pasea por la ciudad. No hay ni un solo Tico.
Nicolás, el chofer del taxi que lleva al periodista hasta el Desfile de Autos Antiguos se emociona ante la observación y cuenta que el suyo, un Chevrolet Corsa amarillo, le costó poco más de 40 millones de pesos, unos 20 mil dólares americanos. Su taxímetro arroja la cifra exacta de lo que vale la carrera y sonríe al pronunciarla. Su amabilidad confunde.
Existen cerca de 20 mil taxis en Medellín, bastante correctos todos, aunque sus choferes parecen tener un desprecio por el cinturón de seguridad, que casi siempre cuelga inútil pegado a la puerta. Sobre esto, el chofer afirma, muy serio, que pronto será obligatorio, y hace el ademán de querer ponérselo para evitar una confrontación sobre seguridad vial con su pasajero inquisidor. Pero no pasa del gesto y sigue la marcha sentado, libre como el viento. Pasajeros son lo que sobra en los días de fiesta.

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Mientras los carros y su historia van saliendo en grupos del diario que patrocina la jornada, se quedan los curiosos, los fotógrafos, los cronistas. Una cerveza helada se deja tomar y se agradece. Los niños, llevan agua en unos cojines pero no la beben. Utilizan el recurso como chisguete de presión para escribir sus nombres en el suelo. Se lee: Alex, Gerardo, José. Un adulto arroja un cigarrillo y el niño que no terminaba de estampar su firma, cambió de planes para estrenarse como bombero. Apagó la colilla pero la rúbrica quedó a medias. A menos que realmente se llame Orla.
Los no tan niños van de la mano con las no tan niñas. También saben que tener plata los hace más bellos a los ojos de algunos. Buenos zapatos, lindas camisas y celulares ruidosos. Algunas joyas cargan los disfrazados, pero de su autenticidad se duda. Se nota que les gusta que los miren, y mucho más ahora que van sobre sus autos de novela.
Hombres y mujeres posan con coquetería para las fotos. En la calle, les esperan aplausos, gritos y besos volados. No todos los que poseen uno o más autos de colección son ricos, pero algo tienen. Al menos algo más que esos que los miran pasar bajo el sol incandescente del agosto medellinense.


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El metro circula a 15 metros de las cabezas de los medellinenses de a pie. Hace 14 años empezó a funcionar hasta convertirse en el medio más veloz y barato de moverse en esta ciudad de montañas, ascensos y descensos. No conforme con esto, el Gobierno quiso llevar el servicio hacia las zonas más pobres, esas que se levantaron bien arrimadas a las laderas de los montes, allí donde los sicarios practicaban el tiro al blanco con sus vecinos incómodos. Así nació el Metrocable, en 2004, que no es otra cosa que un teleférico que le permite conectar a la ciudad con esa porción de habitantes que antes se limitaba a sobrevivir en sus barrios de balaceras. “Son espacios de encuentro”, diría un funcionario municipal, aunque casi nadie se hable durante el recorrido.
Y es que en el metro viajan los 6 estratos de la sociedad colombiana, separados por aquello de “tanto tienes, tanto vales”. Aunque más exacto sería decir “Donde vives, tanto vales”. A saber: el 76% de la población pertenece a las clases 1, 2 y 3, que podrían catalogarse como las más bajas. Las clases 4 y 5 son lo que se conoce en otros lados como clase media. La clase 6 tiene plata.
Tener no es tan relevante como estar a la hora de la estratificación oficial. La zona donde uno duerme determina la clase a la que se pertenece, y el individuo promedio internaliza dicha condición sin mayores problemas. “Soy estrato 3” dice sin ningún problema un medellinense. Paga más impuestos el de estrato 6, pero lleva una vida de primera. Y viceversa.

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Algunos vehículos militares se pasean entre los civiles. También son de colección. Son unos modelos de Jeep que le sirvieron a quién sabe cuántos generales en guerras ganadas. En sus días más útiles llevaban soldados valientes y de los otros. Algunas granadas, fusiles, balas, morteros, cuchillos y bombazos también eran su carga cotidiana.
En su diseño sencillo, tosco, intimidante y anglosajón, estos jeeps tenían una clara misión en su vida mecánica: hacer camino al andar. Sus ocupantes de turno en el desfile no tienen ni por asomo, los ojos fieros de aquellos que alguna vez los condujeron rumbo a la muerte o algo peor. Los de hoy son hombres sonrientes, que en vez de armas llevan entretenimiento. Saludan con la mano a sus semejantes en vez de apuntarles con cualquier cosa.

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Tener una moto es sueño recurrente del infante promedio. “Cómprame una” suele ser el pedido de Navidad más repetido. Pero el argumento que desbarata la posibilidad de ir por la vida en dos ruedas, proviene generalmente de una madre consciente: “Primero te compro el ataúd”.
De ataúdes se ha hablado mucho en Medellín. También de motos. Sobre todo de las que servían para transportar a ese sujeto que por unos pesos se bajaba policías y civiles. Llegó a ser tanto, que en los días duros del sicariato en Medellín, estaba prohibido circular en moto a partir de la 7 de la noche. Pero claro, no todos los que gustan de manejar una Kawasaki son homicidas. Algunos sólo quieren moverse en su ciudad con algo de estilo. Y pasear a la novia si no es mucho pedir.
Para identificarlos con menor dificultad, en caso de que sean sicarios, el gobierno nacional creó una ordenanza bastante singular. Cualquier ser humano que vaya sobre una motocicleta en Medellín debe llevar un chaleco con el número de placa estampado bien grande. También debe ir en el casco.
Ahora, ser motociclista en Medellín ha perdido algo de encanto, cuando se va por la calle anunciándole a todos el número de placa, pareciendo acaso carteles de publicidad. “No pues señor, no es lo mismo”, dice Jaime, que tiene su Honda. “Yo iba sin camisa por el calor y ahora debo andar con el chaleco que quema”.






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La caída de la noche refresca un poco el ambiente. El desfile de este año terminó sin más percances que el de algunos insolados. Los 185 autos volvieron a sus garajes de donde sus dueños sólo los sacarán en días especiales. Los viejos modelos de colección y sus infinitas piezas se esconden de la ciudad, hasta que sus amos decidan que ya es tiempo de que el pasado vuelva a rodar por las calles de Medellín.

martes, 1 de septiembre de 2009

La crónica

Aquello de no dormir por estar atormentado es un estado sobrevaluado por algún poeta malditista y malo. Pero en esas estoy desde hace 3 semanas, en las que no se puede escribir más que para el trabajo.
Esta es la primera parte de la crónica que tuve que hacer como parte del Taller de Crónica Cultural, en Colombia, evento causante de este insomnio que me apresto a dejar apenas mi carismática jefa se vaya a USA por tres semanas y yo pueda volver a vagar (y escribir)

Ps: Gracias FNPI

Los herederos del burro


Jaime Garcés Palacios coge su pipa mientras se protege del sol del mediodía sofocante con un sombrerito gardeliano. Se apoya en su auto, un Ford del 47 que posee desde que él tenía 50 años. Hoy lleva 72 y tiene los ojos color turquesa y sus pantalones marrón (carmelita, le dicen) se sostienen gracias a unos tirantes fuera de toda moda.
Su auto luce nuevo, bien cuidado. Brilla. Cuando Jaime se sube, con su atuendo tan singular, el cuadro se completa. El espectador casual se confundiría un poco en la época y pensaría que por algún sortilegio de las flores, se regresó al siglo pasado. Pero allí interviene Daddy Yankee que suena desde un parlante Sony a todo volumen y derrumba con su escándalo la intención del tiempo de ser uno que no volverá...

miércoles, 19 de agosto de 2009

Pelo, mi tocayo

No por el pelo, que a mi me falta y a él le sobra, sino porque es Jorge Madueño. Un gran tipo.


Ps: Si pes, estoy conduciendo Contrastes. Again.

lunes, 13 de julio de 2009

El día que enterramos al negro Miguel

La mañana era quieta, triste y serena. Jermaine Jackson se levantó temprano y pensó en lo que tenía que hacer. Darse una ducha y ponerse la ropa preparada en la noche anterior, estaba entre sus prioridades. No era cualquier ropa. Era un terno oscuro igual al que se pondrían esa misma mañana sus otros hermanos. Corbata amarilla como detalle distintivo, una rosa roja y un guante lleno de lentejuelas en una sola mano completarían el ajuar. Todos sus parientes estarían con él ese martes. Todos menos uno. Su hermano Michael Joseph, al que iban a enterrar.


Al cortejo fúnebre lo acompañó un nutrido grupo de parientes, amigos y, un poco más distante, el resto del mundo. Porque Michael Joseph no era un sujeto al que se podía despedir así nomás. Fue niño genio, cantante, bailarín, adolescente traumado, negro, narizón, crespo, millonario y poco a poco fue transformándose en adulto díscolo, lacio, blanco, acusado de pederastia, endeudado. Se convirtió en el extraño Jacko, cuyo rostro había olvidado los genes que le permitieron alguna vez ser tan parecido a los oscuros hermanos que iban a cargar su ataúd de bronce bañado en oro de 14 quilates.
Su funeral fue muy similar al circo en que vivió los últimos años de su existencia de medio siglo. Cámaras de televisión y gente arremolinada esperando verlo pasar, aunque en vida lo cubriese una mascarilla y ahora el frío metal y una corona de flores. La idea era siempre estar cerca y tener una historia que contar. El día que casi vieron a Michael Jackson, el rey del pop.
Se ha visto gente que por casualidad estuvo cerca de él cuando se le ocurría salir a la calle. Si vencían a la recia seguridad que lo vigilaba, le pedían “Te puedo abrazar”, y Michael abría los brazos. Lo que ocurría a continuación podría resumirse en un espectáculo de llantos, susurros e histerias. El abrazado partía sonriendo mientras el fan de turno quedaba sembrado en el piso, sin terminar de entender porqué ese día podía ser el más feliz de su vida.
Quizás es la primera vez en la historia de la humanidad en que se sortean entradas para unas exequias. Más de mil millones de personas quisieron ser los afortunados en asistir al último evento protagonizado por Michael. Claro, no sería exactamente una presentación “en vivo”, sino todo lo contrario. Sólo 8 mil 500 afortunados fans tuvieron la dicha de ganar para ellos y un acompañante, la cinta identificatoria que los dejaría atravesar el grueso cordón de seguridad y estar en el Staples Center de Los Ángeles, en espera de que llegue el lujoso ataúd y poder gritar a la distancia “te amamos, Michael”.
Una vez todos juntos, como hermanos, miembros de una iglesia, reunidos en el lugar del Concierto / Velorio, empezaron los números musicales, las despedidas, las lágrimas. Mariah Carey estiraba “I´ll be there” hasta donde su voz le alcanzaba. Stevie Wonder lloraba conmovido al cantar “Never Dreamed You'd Leave in Summer” y Jermaine, el hermano que dijo días antes que prefería haberse muerto él y no Jacko, terminó la velada cantando “Smile”, a decir suyo, la canción favorita de su hermano, el finadito. Dos días antes, este Jermaine le daba una entrevista a un reportero de televisión desde el rancho Neverland, donde Michael hizo y deshizo a su antojo, y en una toma, cierta sombra cruza el pasillo, siendo advertido el hecho por un fan, convirtiendo el video en “El fantasma de Michael Jackson”. La sola idea de que espectro del ídolo se pasea en caminata lunar por Neverland, ha cautivado a la hinchada mundial, la misma que al parecer, por fin lo dejará descansar en paz.

viernes, 3 de julio de 2009

Pescados capitales

Hay una especie que varía su nombre al salir de su elemento. Sólo una entre todas. Y es que cuando un divino pez es finalmente capturado, trastoca su esencia marina y pasa a ser otra criatura, de dimensiones gastronómicas: el pescado. El hombre responsable de tal mutación, adquiere también una denominación a la altura de las circunstancias: el pescador.

Sacar un pez del agua parece sencillo. Hay que atraerlo por el más básico de los instintos, el de comer para sobrevivir. Sacar un cardumen ya exige otra técnica, una red y la fuerza suficiente para robárselos al mar.
En ambas formas de extracción, hay romance. En la primera, un largo cordel, un buen anzuelo y una blanda pero robusta Emerita Analoga, conocida también como muymuy, sirven para el propósito. Se procede a lanzar el instrumento desde la ubicación más idónea. Una roca elevada o un muelle vetusto sirven de centro de operaciones. Luego interviene la santa paciencia y la destreza, que consiste básicamente en ser más veloz que el huidizo pescado, antes pez. Acompañan el evento la ensoñación, los pensamientos, la nostalgia. Y a veces un hambre feroz.
En la segunda forma, ya se precisa de amigos. Echar una red al mar, en espera de ambiciosa del cardumen desprevenido, es también un arte. La ubicación lo es todo. Lo saben los arqueros de fútbol y los pescadores trasnochados. También se requiere un bote y dosis casi letales de café. Algunos lo hacen solos. Les dicen intrépidos. El peligro se eleva geométricamente pero el pescador ya piensa en los demás. Pesca para vender. Cuando los peces se alborotan, atrapados por el invento humano, llega la hora de subirlos a bordo, como rescatándolos de una vida vagabunda e infinita para darles un fin superior. Mantener a la familia de quien se los lleva.
En el Perú, el ciudadano promedio adivina el fin inmediato del espécimen recién extraído. Un ceviche siempre se impone a la hora de las ideas. El pez, antes libre y soberano, culmina sus días como sabroso espectáculo en plato, fuente o copa, o donde se le ocurre al chef de ocasión. Tampoco precisa el cocinero de ser un refinado gourmet con traje blanco y sombrero elevado. He probado ceviches inmejorables en la popa de una humilde lancha, preparado por un pescador descamisado sin más artimañas que exprimir limón con manos pantagruélicas y picar cebollas con un cuchillo enjuagado en alta mar, antes de combinarlos con un lenguado metafísico.
Los designios gubernamentales han determinado que el 28 de de junio sea el "Día del Ceviche". Veinticuatro horas después, la Iglesia Católica impone que sea la fiesta de los santos Pedro y Pablo, conocido el primero por ser al que Jesucristo le pidió que dejase su trabajo de pescador de especies que merodeaban en la Jerusalén bíblica, para ir en pos de las almas de los hombres. Luego le dijo algo de que sería la piedra sobre la que se levantaría su Iglesia. Éste, pescador al fin y al cabo, negó conocer al Hijo de Dios en las horas extremas. Le debe haber preparado un ceviche divino para que lo perdone.

martes, 30 de junio de 2009

The chosen one

Nacer hombre en mi familia no es tarea sencilla. Implica primero sobrevivir a la avalancha de nombres históricos que exigen una relación directa con la extensa genealogía Álvarez. Están César, Carlos, Alberto, José y Ernesto, infaltables a la hora del bautizo. Uno debe cargar con alguno de estos ya sea de primera o segunda intención. Te puedes llamar Clavicordio José o Ernesto Hematoma, pero el sello de la estirpe va por ahí. Cuentan que hubo un pariente que tuvo el dudoso honor de llevar en simultáneo todos los nombres antes mencionados, pero más parece una leyenda ya que nadie ha podido dar razón de su paradero.
Leonardo José nació el sábado 27 de junio a las 12 y 37 de la tarde, en Arequipa. Tiene el cabello oscuro y los ojos fieros. Su abuela paterna, mi madre, dice que se parece a Carlos José, mi padre. Lo dudo. Los bebés sólo se parecen a sí mismos y a nadie más.
Aunque todavía no sabe en qué condiciones anda el mundo en el que vivirá, se le nota ansioso. Las luces brillantes le incomodan pero en la oscuridad es todo un observador. Otea su universo diminuto buscando respuestas a la pregunta de todo ser humano: ¿qué hago aquí? Él quizás ya esté bosquejando una respuesta más aceptable que la de un adulto promedio. Por lo menos, en su mundo las cosas funcionan a su antojo y lo disfruta.
Su madre, Carolina Roxana, lo cuida con delicadeza. Sabe a ciencia cierta que el pequeño recién llegado tiene mucha carga en sus genes y quizás hasta le teme un poco. Pero es su madre y dicen que en sus infinitas posibilidades, ellas ya conocen el destino de sus hijos cuando los ven por primera vez a los ojos. Lo que haya visto en las ventanas del alma de Leonardo José no ha de ser poca cosa. Espera en el fondo de su corazón que con el pasar de los días, los ojos de su hijo se parezcan a los de ella, que son todo un acto de hechicería.
El tiempo seguramente le impondrá nuevas categorías a su nombre. Pasará de Leonardo José a Leonardo, luego a Leíto y finalmente quedará en Leo. Hará buena pareja con su hermana, Luciana Carolina, a quien la modernidad también terminó por cambiarle de nombre y ahora es conocida en su universo de muñecas como Lu. Irán un tiempo por la vida como “Leo y Lu”, los hermanos imposibles. Se querrán de la única forma que dictan los cánones de la querencia en mi antigua familia: a golpes. Solo se ama a quien se enfrenta alguna vez en combate singular, dicen algunas creencias orientales. Por ahora, ella lo mira desde sus 4 años, pronto 5, y le dice “hermanito”. Algún día le dirá “vete”.
José Ernesto es el padre de esta feroz criatura. Le dicen Faro por razones de parentesco y procedencia. Lo primero porque su madre, que es la mía, se llama Fara Nivia, y el apodo caía a pelo. El segundo motivo, ya algo metafísico, es que a unos metros de nuestra casa, en Marcona, un faro gobernaba el horizonte mientras mi hermano crecía en sus andadas. José Ernesto quizás aún no lo sabe, pero ha traído al mundo a las dos dagas que lo marcarán para siempre. La primera cuando le diga que ya tiene novio. El segundo cuando lo llame para decirle que no volverá más.
Mientras tanto, en la casa de Leonardo José, Luciana Carolina, José Ernesto y Carolina Roxana, el llanto de un bebé se ha convertido en el evento más esperado del día. Significa que el más pequeño ser de mi gigantesca familia está despierto y podrán verlo a los ojos. A mí, que soy su tío, me da pavor.


martes, 23 de junio de 2009

Jean Pierre de noche

Previo a su presentación en la publicitada "Fiesta de la Música", Jean Pierre Magnet se dio una escapada hasta un conocido bar del centro de la ciudad. Allí lo esperaban sus inseparables amigos de la banda local "4 for jazz" y 20 embelesados parroquianos que no se terminaban de creer lo que evidentemente iba a ocurrir. La intimidad que merece el jazz.

Jean Pierre Magnet es un sujeto humilde. Conocedor de su fama, no se da aires de nada. Llega tranquilo al pequeño Zorba´s, de la calle San Francisco, cargando dos maletas. Una portaba su saxofón. La segunda seguirá siendo un misterio.
En el escenario lo esperaba el grupo "4 for jazz", agrupación local dedicada a lo obvio. Buenos músicos que trataban de calentar la gélida noche de jueves. Abajo, no más de veinte personas trataban de apartar el frío ingiriendo dosis controladas de alcohol y fumando. Habría 8 grados.
Jean Pierre subió al escenario y agradeció. "Qué gusto estar en esta cálida ciudad" dijo tiritando. Luego cogió el saxo y empezó la fiesta. La concurrencia estaba hipnotizada por la gracia natural de este viejo músico de ascendencia francesa. Su talento musical combinaba con sus bromas sobre la edad de sus acompañantes y claro, la suya propia.
"Ahora vamos a tocar un tema muy lindo. Se llama No te vayas… mamá", dijo el músico y los primeros acordes se confundían con las risas. Todos en el Zorba’s movían los pies y la cabeza al compás de Magnet.
El jazz merece esos espacios, donde la música se mezcla con algunas copas y los amigos. Jean Pierre lo sabe y por eso no deja de bromear. Se divierte dirigiendo al resto de sus compañeros, como si fuera un estrafalario director de orquesta. Teclados, bajo, batería y trompeta, bajo las órdenes de un inspirado saxofonista, el más renombrado del país.
"Ahora vamos a tocar un tema de la orquesta de Glenn Miller, que era arequipeño" volvió a bromear el espigado músico y la gente respondía asegurando parentescos imposibles con Miller. Hasta lo ubicaron geográficamente en una casita de Tingo.
La fiesta culminó con temas de Perez Prado, mientras un concurrente acompañaba la melodía a gritos. Todos estaban felices. Luego, Jean Pierre se despidió, se fue a la barra a beber algo que detenga al frío y conversó con quien se le acercase. Era como si nada hubiese pasado.

martes, 16 de junio de 2009

Prisioneros de la esperanza*

Los religiosos creen en lo que no ven. Le dicen fe. Una fe que mueve montañas pero no alcanza para sacar adelante un sencillo partido de fútbol. Pero no se pierde. Anida en algún rincón del alma inasible, esperando manifestarse ante la primera contrariedad que requiera urgentemente de su presencia para sacarla adelante.

Los materialistas no saben de esas cosas, de aquello que no tiene lógica. Como quedarse de pie en la calle, a casi 10 grados, tiritando, limpiando fluidos que salen congelados desde el apéndice nasal, sólo para mirar un partido de fútbol en un televisor plasma de 32 pulgadas. “Es para alentarlos” dice el entusiasta, sin sacar las manos de entre sus axilas, las que puso allí en busca del calor que le niega el fervor. Se juega algo importante, supone el que pregunta. “No, nada” dice el que sigue de pie, imperturbable.
Veintidós personas corriendo tras un esférico de cuero, relleno de aire, es la metáfora perfecta de la constante búsqueda de la felicidad en lo material. No sirve de nada retenerla, ya que al final, su interior es solo eso: aire. Mejor es pasarla al compañero y este al que le sigue, hasta que alguno se deshaga finalmente de ella de un zapatazo y la ponga en el arco del rival. Nada más digno que entregar lo que más se desea al enemigo, aunque sea con un “toma mientras” saliendo de entre los dientes apretados.
Pero lo que ocurre fuera de la cancha no tiene metáfora, analogía, simbología o comparación equivalente. No hay nobleza ni espíritu deportivo. “Pura estupidez” dirá el antifútbol, antes de irse a ver una exposición de arte. El hincha que sustenta su ser en lo que ocurre en un terreno ajeno a él, no puede ser sino el paradigma supremo de lo inexplicable. Ni plata recibe.
Ser un hincha de una escuadra regularmente victoriosa, podría tener su sustento en las reacciones químicas que ocurren en una pequeña estructura alojada en el centro del cerebro, en las regiones subcorticales. En esa recóndita área de nuestra humanidad se produce lo que los científicos denominan Hedonia. Los mortales simples y vulgares le dicen felicidad. Ver al delantero estrella del equipo de sus amores, meter el gol que le da la victoria postrera puede provocar en el fanático más arrebatado, una felicidad tan grande que lo lleve a cometer actos calificados de delincuenciales por la fría prensa sin corazón. Voltear e incendiar autos, por ejemplo.
Pero rendir tributo y dedicarle sentimientos a un equipo que no gana, ni empata, y pierde irremediablemente con cuanto rival se le coloque al frente, tiene ribetes de demencia descomunal. O de amor real, que suele ser lo mismo. Querer lo que nos lastima, y seguir queriéndolo después de todo. Tanta inclinación merece un receptáculo superior a una sola persona, supone el inconsciente. “Dios, la U y Tú” dice una pinta subversiva en un muro de la ciudad, poniendo en evidencia claramente en pintura spray, el escalafón afectivo del sujeto en cuestión. Pobre la destinataria que responde al nombre de “Tú”.
La selección peruana posee el encanto de la novia (o novio) cruel. Ese personaje tiernamente macabro, que uno no puede apartar de su vida por un asunto más allá del entendimiento material. La metafísica se impone. O la estupidez, que también a veces es lo mismo.
Con sólo 7 puntos, ocupando el último lugar de Sudamérica, jugando sin ganas ni pundonor, dando lástima y provocando vergüenzas, Perú aún convoca el cariño. Allí están las esperanzas de los hinchas que saben que ni ganando se llegaría a ningún lado. Lo único importante es estar allí, acompañando a los muchachos en la tragedia de su ruina, aunque estos quizás no sepan jamás que estuvieron de pie, allí en la calle, con los ojos llenos de esperanza, aguardando el momento de gritar un gol que convierta el dolor en risa, en posibilidad.
La esperanza no sabe de matemáticas.

*Publicado en El Búho, el 14 de junio de 2009.

miércoles, 10 de junio de 2009

Ride the wind

No más palabras.
¡Quiero mi caballo!


Ps: Para los que no entendieron el título, escuchen esto.

viernes, 5 de junio de 2009

Concurso

Ya lanzamos el III Concurso Literario de Cuento, Poesía y Ensayo breve 2009.
Las bases aquí.


Suerte.

sábado, 30 de mayo de 2009

miércoles, 20 de mayo de 2009

Checho histórico*

Esta nota es de cuando el "Checho" rompió el récord histórico y todo lo demás. Nos encontramos en la cancha de Melgar y luego fuimos a su casa. Un gran sujeto este argentino lento como las rocas.

El delantero del Melgar, Sergio Ibarra, ha igualado en cantidad de goles la marca que le pertenecía al histórico “Cachito” Ramírez. Solo un grito más lo separa de la gloria de ser el máximo artillero del torneo nacional. Aunque sea argentino, su corazón marca el ritmo de la peruanidad.

Sergio Ibarra Guzmán camina como si el aire pesara mucho. Tiene la abstracción de quien viene pensando en muchas cosas. Parece lento, pero la velocidad siempre engaña.Ese fornido argentino de 35 años, un metro 81 de alto y 82 kilogramos de peso podría ser un boxeador, pero su destino lo convirtió en futbolista. En delantero.
Su vida siempre fue el fútbol. Con tan solo 16 veranos, Ibarra cobró su primer sueldo por patear un balón. Fueron 50 pesos, de los de su patria. Era 1989 y el dinero todavía servía para comprar sueños.
Lo suyo es el gol. Meterla al arco con cuanta extremidad legalmente aceptada lo permita. De canilla, de hombro, de rodilla o de nuca. Eso no importa. El gol siempre valdrá lo mismo. “El día que un gol de fuera del área valga el doble, me pongo a probar desde allí” dice convencido Ibarra. Patea desde lejos y la mete. No miente.
Pero Sergio tuvo que renunciar a su nombre con el que sus padres lo bautizaron para dar paso al apelativo con el que lo conocerá la historia. En el fútbol es tan común que los apodos terminen imponiéndose sobre la verdadera identidad que al final uno termina aceptando la chapa como nombre propio. Quizás de niño no pronunciaba bien el Sergio bautismal. Entre agus y ñeñes, algún niño desdentado le habrá dicho Checho. Era de pronunciación más simple. Quién lo hizo entre balbuceos no sabía que acababa de crear una leyenda. O casi.
Los hados del fútbol llevaron al Checho a un país que casi no conocía. Una nación que se desangraba por culpa de terroristas y militares que se repartían balazos como Ibarra metía goles. Sin discriminar. Era 1992 cuando llegó al Perú y quien lo trajo para ponerlo a jugar pelota lo hospedó en un departamento en Miraflores, en una calle que todavía hoy suena a sangre: Tarata. El 16 de julio de ese año, Checho vio como los cristales de su nuevo hogar se hacían añicos y no lo pensó más. “Me voy de aquí” dijo con humano pavor. Una mudanza y algún incentivo extra lograron convencerlo de quedarse. Y nunca más se fue.
Debutó profesionalmente en el infierno de Sullana, y allí se quedó durante 4 años, demostrando que podía ser un delantero de aquellos, de esos que salvan partidos y cabezas de técnicos. Iba ganándose un nombre. Checho pues. También conocería allá a Rocío, a quien hizo su esposa hasta el día de hoy. Ya tienen 3 hijos.
Para el nuevo milenio ya todos conocían al Checho Ibarra y su heterodoxo estilo de jugar era marca registrada. Un gol con la nuca o de tafanera nunca más será un gol de chiripa. Ahora es un Chechazo. Pasó por Universitario, Deportivo Wanka y Huaral antes de arribar al Cienciano del Cuzco, donde el jugador se dio cuenta de que su voluntad en el área chica le había conseguido lo que el corazón de un futbolista siempre espera, el cariño del hincha. Sentado en la banca, mientras su equipo no andaba bien, Ibarra escuchó como las cuatro tribunas reclamaban su presencia en la cancha al unísono grito de su nombre bisilábico. ¡Che – Cho, Che - Cho! gritaba el estadio y él descubrió lo inevitable. Era un ídolo.
Incontables partidos sirvieron para que el gaucho nacionalizado peruano fuera sumando anotaciones una tras otra. Cuando el número se acercaba a las dos centenas, surgió la estadística. Checho estaba a punto de romper el récord de goleador en torneos nacionales impuesto por el legendario Oswaldo “Cachito” Ramírez. Ciento noventa y seis dianas le exigen los fríos números para que sea el nuevo recordman. Él dice que ya lleva más de 200 goles pero que no se los quieren reconocer. Bastante probable.
En Lima, ese monstruo grande que pisa fuerte, dicen que le falta todavía uno para que su estampa goleadora no sea simplemente una anécdota en el historial futbolero. Pero el Checho ya le dio vuelta a esa página. El gol que le reclama la estadística él ya lo marcó hace mucho tiempo en su corazón de guerrero, ese que todavía puede hacer saltar a una tribuna con cada anotación. No importa si es un Chechazo.

*Publicado en El Búho, el 1 de abril de 2008

jueves, 14 de mayo de 2009

Nuevo canal

Para los que siguen los reportajes, entrevistas y demás de esta nueva temporada de Contrastes, visiten nuestro canal en You Tube, y suscríbanse. No cuesta nada.


Bueno, tampoco da plata.

miércoles, 6 de mayo de 2009

Ya fue

Se fue Rolando Mamerto Cornejo Cuervo, que alguna vez me entabló un juicio por hacer un chiste en una columna de humor del semanario. Lo reemplaza Dedicación Valdemar Medina Hoyos (¿Qué tienen los rectores UNSA con sus nombres?) y fui a ver el acontecimiento. La crónica en el videito que sirvió de catarsis. Sorry por el (mal) humor.

miércoles, 29 de abril de 2009

Y por creer, en cuentos de hadas...

¿Qué clase de magia deberé usar? canta Bowie desde un improbable archivo mp3. Lo escucho y busco las imágenes del laberinto donde se perdió Jennifer buscando a su hermanito rubio, al que debieron convertir en duende. Las hadas eran perversas en ese universo, me acuerdo. Entonces todo es posible. Dance, magic dance.

Un hada debe ser como una mujer pero sin secretos, una especie de eternidad del tipo neverending story con todo el tiempo del mundo para que le cuenten cuentos. Y crecer en forma proporcional al relato del narrador. Yo las he visto, sé de lo que hablo.

Había un árbol de cualquier cosa en mi casa. Ni muy grande para ser sabio ni muy pequeño como para ser planta. Como para trepar.

Subía en las noches al árbol este. Más ganas de captar mejor la radio que necesidad de naturaleza. Me instalaba donde pudiera recostarme y la música de la estación local llegase sin interferencias mayores. Quizás se oía mejor. No me acuerdo.

Era un árbol noble, sus ramas no raspaban. A su lado había un huarango. Ese sí era una mierda.

En una de esas noches melómanas, la vi. Pequeñita al principio, parecía vestir un traje de hojas. Así tiene que ser -pensé-. No se movió. Yo sí.

Me acerqué despacio, como lo hacían mis hermanos al cazar lagartijas. Con el sigilo de una araña y sin hacer ruido. Sin dramas tampoco. Si se escapa, piña pues.

No era tan tarde como para que la oscuridad gobernase todo. La luz de la sala llegaba a iluminar torpemente ese breve territorio en la cima del árbol. Los contrastes no eran muy definidos pero se podía distinguir una rama común de una hada fabulosa. Y esa era un hada. Las ramas no tienen ojos de luz.

Desubicado por la inminencia de lo imposible, lo lógico era caer del árbol. Siempre fui un hombre lógico. El huarango me recibió con sus ramas malditas que me incineraron la carne a cortes. Juro que oí al hada reir.

(4 de setiembre 2005 – 9:38 pm)

viernes, 24 de abril de 2009

Un viaje de 200 años (Primera parte)



Era inminente que llegases. Los vuelos de Lan suelen ser puntuales a la hora de aterrizar en este pedazo de tierra. Pero temía no reconocerte.
Y tampoco se trata de que no nos hayamos visto en 200 años. Tenía algunas fotos de nuestro último encuentro y otras que diligentemente ibas colocando en ese espacio de virtualidad que convoca amistades llamado Hi5. Igual no te reconocí a la primera.
El aeropuerto lucía curiosamente lleno. Mucha gente esperaba el vuelo LP115 de ese viernes. Una comunidad evangélica aguardaba por su pastor extranjero, al que le habían preparado pancartas, globos y cantos. Otros más tristes, recibían desde ese avión el cuerpo inerte de una muchacha asesinada en el país del norte, cuando fue a una discoteca a buscar la alegría que le negaron en su nación y un maniático le quitó todo de un infeliz disparo.
A ti sólo te esperaba yo.
Las tardes de verano en Arequipa son tibias y nubladas. Lo recibe a uno esa breve brisa que amenaza con frío pero solo queda en bravata. Llegaste sin mucho abrigo, excepto esa gorra verde que impidió que te reconociese a la primera. Mi primer temor se había manifestado.
Tú sí me viste de pie en la terraza del aeropuerto, pero preferiste evitar escándalos. Algo de alivio debe haber habido cuando comprobaste que estaba allí parado esperándote. Pero igual no dijiste nada. Finalmente te diferencié del resto y nuestros ojos se encontraron sin parpadear, parapetados detrás de nuestros respectivos lentes oscuros. Sonreímos.
Al encontrarnos nos dimos el beso en la mejilla, clásico indiscutible a la hora de la incomodidad. Casi nos abrazamos pero los dos nos quedamos a medio camino de semejante suceso. Estabas igual a como nos vimos hace meses, pero se notaba algo de miedo y unas ganas enormes de no parecer nerviosa. Pero todas fracasaron irremisiblemente.
En el taxi de camino al hotel no hablamos mucho. Ambos tratamos por todos los medios de aparentar que era una situación absolutamente normal. Pero allí ni el exagerado bigote del taxista podía ser considerado habitual.
El hotel te pareció cómodo. La habitación 4 que te asignaron quedaba en el segundo piso, circunstancia que permitió la primera de tus observaciones. “Si llego borracha quizás no pueda subir”, dijiste risueña. Los días demostraron que las 21 gradas no serían problema a la hora de la tormenta beoda.
Dejaste tu equipaje y salimos con prisa. El centro de la ciudad queda muy cerca del hotel por lo que el trayecto fue a pie. Llegamos a la Plaza de Armas y su panorama no te pareció impresionante. “Debe ser que está nublado”, dijiste para no decepcionarte. Pero ya era tarde.
Subimos a uno de mis bares habituales con balcón a la Plaza. El lugar guardaba numerosos encuentros en sus mesas e historias que quizás bordean los 200 años. La nuestra estaba empezando cuando pedí a Tomás, servicial mozo del lugar, que nos trajera una botella de agua y una cerveza helada. Y cigarros, claro está.
“No puedo fumar sin mis chiclets”, dijiste mirándome a los ojos. A mí me sonó a orden y te ofrecí ir a comprarlos. Te negaste con delicadeza pero igual tuve que salir a por ellos. Cuatro pequeñas cajitas amarillas te traje en minutos. Los compré en una bodega antigua, cerca de la Plaza. “¿Qué tan antigua?”, preguntaste casi por compromiso. “Unos 200 años” te dije y sonreíste, entendiendo que esa cifra nos iba a perseguir durante toda tu estadía. El tiempo siempre será relativo.

miércoles, 18 de marzo de 2009

La palabra del mimo*

Luego del éxito mundial de su show “El vuelo del Cóndor”, el mimo peruano César Aedo vuelve a las tablas con un unipersonal de tentativas más íntimas. Su espectáculo “Don César City”, posee las características clásicas de las performances del silencio, pero siempre con elemento peruano que Aedo cultiva con pasión. El mimo llegó a Arequipa y habló (con palabras) con El Búho.

En 1976, el comediante Mel Brooks decidió hacer lo impensable. En pleno auge del cine en Technicolor, él apostó por hacer una película muda. Le llamó “Silent movie”, pero de este lado del mundo los teatros la programaban como “La última locura de Mel Brooks ”. Sí pues, estaba medio loco. En una trama donde todo era silencio, sólo un personaje se anima a decir una palabra. Era el mimo francés Marcel Marceau, quien mirando a la cámara dijo la sílaba más pronunciada por los pesimistas: No.

Dos años después, Marceau salía de dar clases en su escuela de teatro, en París. Era una tarde de nieve y temperaturas árticas. De pie, esperándole en la vereda, se hallaba paradito un muchacho delgado, de aspecto inesperado, diríase exótico. El joven, tiritando de frío y masticando un francés mal aprendido, trató de comunicarle sus intenciones al mimo más grande de todos los tiempos. Era César Aedo.

Aedo había dejado el Perú con dos propósitos. Primero, estudiar política en la Universidad de Ginebra, siguiendo de alguna forma lo hecho durante 4 años en la Villareal, donde se rebanó los sesos tratando de terminar la carrera de Sociología. Su segunda aspiración era por entonces más modesta. Quería ser mimo.

Pero a la luz de Europa, César decidió que eso de la política quizás no era tan buena idea. Sus recuerdos de cuando bailaba a los 5 años a la llegada musical de los vendedores de humitas en su barrio en San Miguel o la evocación del día que lo seleccionaron en su kindergarten “Alfonso Ugarte” para recitar un poema en radio Santa Rosa, pudieron más que sus impulsos académicos. Lo suyo era el teatro, las luces, los aplausos.

Hoy, con más de 50 años, Aedo sonríe al recordar que ya son 3 décadas actuando. Se emociona al desenterrar esa tarde, frente a la escuela de Marceau, cuando le pidió que lo dejase estudiar con él. “Lo esperé 3 horas en la calle, él salió y le dije: he venido desde el Perú, desde muy lejos, para estudiar con usted, maestro. Ya sé que empezó el año pero yo quiero estudiar”. Marcel oyó lo que ese pequeño Aedo tenía que decir, pensó un momento y respondió: “Véngase usted mañana con todas sus cosas, lo voy a audicionar y veremos”. Claro, lo dijo en francés. El peruano tenía entonces 21 años.

Al día siguiente Aedo fue a probarse con el mejor de todos. Se quedó estudiando allí durante 3 años y medio. Después partió a seguir aprendiendo con Etienne Decroux, el maestro de Marceau. En el silencio estaba su destino. Estudiando montó dos proyectos, “El sueño del indio” y “Salsamba”. Cuando se sabía capaz, llegó la hora de construir su propio reino. La inspiración vino desde ese Macchu Picchu que visitó antes de partir a Europa, temiendo no volver a pisar el país. Nació entonces “El Vuelo del Cóndor”, el espectáculo con el que recorrió los teatros del mundo y que vieron 9 millones de personas. Llegaron por fin los aplausos.

El mimo respira un poco y remata ante la pregunta inocente. “Lo más difícil de ser mimo es no poder usar la palabra. Es una lucha en lo corporalmente expresivo y lo hablado, hay cosas que no necesitan decirse, pero no todo puede expresarse en silencio”.Cuenta emocionado que prepara un nuevo show que se llamará “Paucartampu”, que será estrenado en Cuzco y tendrá la misma parafernalia del “Vuelo del Cóndor”.

Luego, posa para las fotos con un mapache de peluche que cobra vida en sus diligentes manos, al extremo que unas curiosas señoritas al otro lado del salón preguntan si es de verdad. Aedo responde arrojándoles la bestia de felpa y ellas gritan como si fuera un oso hambriento. Luego todo es carcajada. Y nadie contó un chiste.


*Publicado el "El Búho", el 15 de marzo de 2009.

miércoles, 11 de marzo de 2009

Profundidades de un jaque mate*

Julio Ernesto Granda (Camaná, 1967), titán del ajedrez nacional, vuelve a ser noticia por triunfos importantes lejos de su patria. Con historias que lo han vinculado hasta con lo extraterreno, Granda se da maña para seguir haciendo enroques y jaque mates.

El 10 de febrero de 1996, un ordenador consiguió vencer por primera vez en la historia a un campeón mundial de ajedrez vigente, Garry Kasparov. La máquina se llamaba “Azul Profundo” (Deep Blue) y efectivamente logró poner profundamente azul a un Kasparov que hasta ahora no entiende cómo unos cuantos chips muy disciplinados pudieron sacarlo de quicio. Luego inventaron “The Matrix”. Neo no jugaba ajedrez.
Siete años después, en la provincia de Camaná (Arequipa, Perú), Julio Granda estaba regando una maceta. Así lo encontré cuando fui a entrevistarlo, o mas bien a hacerle la única pregunta que en ese momento me zarandeaba la curiosidad: ¿es verdad, Julio, que te secuestró un platillo volador?.
En Camaná, la chacra se combina con el mar. En invierno el frío lo gobierna todo y la neblina es especialmente propicia para imaginar que a E.T. le encanta el arroz. (Camaná tiene la mayor producción arrocera de Arequipa). A Granda le gusta mucho ese cereal.
Esa tarde, Julio me negó rotundamente que hubiese despegado de este planeta a bordo que cualquier objeto tripulado por marcianos. Me contó una historia algo exótica sobre una piedra que se deshizo en sus manos y que desde entonces cree en Dios. Eso fue todo. Preferí no discutir. Luego, como es lógico, jugamos ajedrez. No supe hasta ese mágico momento que uno también puede hacer el ridículo jugando ajedrez. Tendré mi revancha.
Ese día también vi a Granda jugar fulbito, donde mi duda sobre su abducción cobró fuerza. Estaba Julio en el área chica, recibió el balón de cara al arco y los defensas estaban a 10 metros del camanejo. De un soberbio zapatazo mandó el esférico por arriba (muy arriba) del pórtico. Hay que ser de Marte para fallar ese gol.
Julio Granda consiguió el primer lugar en el Torneo Magistral de Ajedrez, Copa Entel 2006 que se disputó en Santiago de Chile del 22 al 29 de marzo. Su rival más terco fue un niño de 12 años, compatriota llamado Emilio Córdoba con quien terminó igualado en puntaje en el certamen. Que Granda haya sido el campeón fue por dictamen de los organizadores, pero el premio lo repartió equitativamente con Córdoba.
Desde que Julio Granda consiguió la fama mundial al convertirse de muy joven en GMI (Gran Maestro Internacional), no ha habido otro referente peruano en el deporte ciencia como el camanejo. Quizás Córdoba sea la semilla de una nueva generación de ajedrecistas patrios adictos a la monarquía en 64 casilleros. Quizás a él si se lo lleven los amigos de Sixto Paz.
Ese invierno del año 2003 le pregunté a Granda también sobre el rival con el que más le motivaba enfrentarse y no dudó en responder: Kasparov. Lógicamente, le inquirí sobre el resultado de la partida. “Me ganó, por supuesto”, me dijo casi riendo.
Entonces curioseé sobre si conocía el encuentro contra Deep Blue. Granda no dijo nada, sólo volteó la cabeza y miró hacia la chacra que tiene en su preciosa casa en Camaná. Luego nos fuimos a almorzar. En su sala había un dvd de “The Matrix”.

*Publicado en El Búho en el año 2006

sábado, 21 de febrero de 2009

El Despegue (Primera parte)

Yo vi este día hace 20 años. Lo vi en el televisor Sony Trinitron de mi papá. La verdad lo vimos todos los que éramos niños en esa Marcona de Hierro Perú. Me dicen también que lo vio casi todo el país infante. Fue un acontecimiento. De esos que sólo pasan en el futuro.
En esa televisión sin control remoto ni cable se veía el 22 de febrero de 2009, fecha de un lanzamiento especial. Diez años antes (en 1999) una nave alienígena había caído en la Tierra y el suceso fue un definitivo alto al fuego a la guerra mundial que entonces ocurría. Los gobiernos del mundo entero dejaron de sacarse la madre para poner sus ojos y esperanzas en ese objeto lleno de tecnología que había llegado desde las estrellas.
En un hecho sin precedentes, la ONU se convirtió en el Gobierno de la Tierra Unida, estableciéndose el acuerdo tácito de que nunca más nos íbamos a matar los unos y los otros. Los esfuerzos del planeta estarían destinados a estudiar esta nave interplanetaria, en donde no se encontró ni un solo sobreviviente. Pero sí encontraron cuerpos.
Durante diez años, las potencias mundiales se avocaron a desentrañar los misterios del artefacto y, en una decisión extraordinaria, a repararlo. Los hombres queríamos ir al espacio como lo hacían los visitantes.
Millones de dólares después, finalmente en el año 2009 se culminaron los trabajos de reparación de esta gigantesca nave extraterrestre, adaptándola a los usos y costumbres de nosotros los humanos. Toda una ciudad creció alrededor del proyecto, donde florecieron comercios y empresas y la gente vivía alrededor de la nave como campamento minero al lado de la mina. La ciudad fue bautizada como Macross y la nave pasó a llamarse Super Dimensional Fortress 1. Como para nadie era cómodo referirse a su lugar de trabajo con un nombre tan grande, el lenguaje coloquial redujo la designación a simplemente SDF – 1.
El 22 de febrero de ese año fue anunciado por el Gobierno de la Tierra Unida como el día de la inauguración del SDF-1. Paralelamente a la reconstrucción, la milicia fue entrenando al personal que sería la tripulación de la nave, en caso de que los dueños originales tratasen violentamente de recuperarla. De todos los países fueron reclutados jóvenes con potencial y talento en manejo de computadoras, nuevas tecnologías y, por supuesto, pilotos capaces de manejar unos artilugios diseñados para ser escolta de esta fortaleza. Unos aviones de combate llamados Valkirias.
Ese día, la joven ciudad Macross era una fiesta.
Pero en el espacio exterior, había alguien dispuesto a recuperar su nave perdida.

jueves, 5 de febrero de 2009

Torero

Se estrenó “Torero”, segundo largometraje del director arequipeño Roger Acosta. La cinta, ambientada en la festividad taurina de Viraco, es un esfuerzo de generar producción local pese a las carencias. Pero de buenas intenciones está poblado el infierno.

Un hombre regresa a su pueblo luego de casi 20 años de ausencia. Retorna acompañado de su hijo que se supone es un torero que va a batirse en duelo con un cornúpeto como manda la tradición en Viraco. Allí, en medio del polvoso lugar, conocerá a la muchacha receptora de los afectos del joven matador y, junto a ella, se revelará su destino.
El argumento de “Torero” no tiene mayores pretensiones, o al menos eso esperamos, ya que desde la primera escena es evidente que las actuaciones son incorrectas, por decirlo técnicamente. Algunos diálogos suenan tan falsos como la luna gigantesca que coloca el director en una de las escenas, suponemos con fines “decorativos”, o la cabeza del toro “Víctor” que parecía hecha de papel maché.
Los personajes secundarios merecen una mención aparte. Sobreactuadas en dimensiones no vistas desde el primer proyecto de Acosta, “Mónica, más allá de la muerte”, las performances son equivalentes a los pobres parlamentos que los actores deben decir, casi recitando de memoria. La nota “cómica” la pone el actor que interpreta al beodo dueño del toro protagonista, a quien jamás se le ve en estado de sobriedad. Incluso se levanta por la mañana, luego de evidentes horas de sueño, con la misma borrachera con que se acostó.
En el clímax de la cinta, cuando el joven héroe debe medir su pericia de matador frente al toro de lidia, el montaje se hace más que evidente, llegando al extremo cuando se quiere hacernos creer que el actor se encuentra cara a cara con el inmenso animal en la feria de Viraco, siendo innegable el recurso de post producción que bien hecho quizás hubiera dado resultado, pero que en esta ocasión causa sonrisa.
Las locaciones son muy mal aprovechadas, privilegiando la historia y los personajes que no son ni por asomo lo mejor de la hora y media que dura la película. Quizás mejores paneos y secuencias del paisaje, los volcanes y la vida en el campo, hubiesen ayudado a pasar lo que venía con el producto final.
“Torero” es una muestra del deseo que existe por hacer cine en el interior del país, pero con propuestas así, será muy poco lo que se logre de cara a mejorar la producción provinciana frente a lo que viene de Lima, muchas veces mamotretos sin ningún mérito mayor al de haber sido hechos en el país.

viernes, 9 de enero de 2009

Debut

Desde el 5 de enero de este año estoy conduciendo "Contrastes", de lunes a viernes a las 9 de la noche. Aquí les dejo un par de entrevistas hechas en el programa. Eviten burlarse del corte de pelo.





Pd: No es serrucho. Not yet.