domingo, 9 de diciembre de 2012

Donde acaba un ministro




Habría que ponerse en el lugar de Villena por un momento. En su inmanejable agenda siempre hay temas que son para ayer. Además, él no está al frente de un ministerio de esos recién creados, como el de Ambiente, Cultura, o Inclusión Social, que nacieron casi sin presupuesto. No compadre, no compares. Es nada menos que el ministro de Trabajo, la cartera que anda velando porque en este país cada uno de los compatriotas no sea un sub empleado chambero proactivo de horarios sin definir, ganando apenas 500 soles al mes. “Acá lo que se busca es inclusión social, carajo”, diría Natalia Málaga. Desahuevate, pues.
Con esas responsabilidades en el portafolio, Villena siempre va apurado. Su reloj biológico debe ser un loco calato que trata sin mucho éxito de sincronizarse con esa agenda de inauguraciones, reuniones, entrevistas, conferencias y actividades propias de la investidura de todo un ministro. Ante la duda, nada mejor que la contundencia de sus acciones. Revisemos su agenda del 27 de noviembre, en Arequipa.
Inauguró la decimocuarta Ventanilla Única de Promoción del Empleo del país, y ya todos sabemos lo complicado que es cortar una cinta y esperar el momento del aplauso. Ni hablar de preparar el speech ad hoc para tan celebérrimo acontecimiento. Repito, era la decimocuarta ventanilla. ¿Imaginan pasar por eso 13 veces antes? Agotador.
Pero antes ya había estado laborando. Temprano, el ministro tuvo un desayuno con representantes de más de 60 empresas arequipeñas. ¿Tienen idea de lo que es desayunar como trabajo? Entre otras cosas, Villena debió sacrificar su hogareño ciabatta con mermelada por un potencialmente indigesto pan de tres puntas con chicharrón.  Y encima hacerse el interesado con representantes, no de una ni dos, sino de 60 empresas. Un martirio, francamente.
Pero él sabe que es su obligación, por eso no dudó a la hora de asistir a la inauguración de una obra ejecutada por el programa Trabaja Perú en Alto Selva Alegre y, otra vez, pese a lo fatigoso de subir a cada rato a la camioneta, posó para las fotos con su mejor sonrisa. Un profesional. Y cuando su séquito pensaba que estaría exhausto de tanto ir y venir en la 4x4, Villena todavía tenía fuerzas para clausurar los cursos desarrollados por los programas Jóvenes a la Obra y Vamos Perú. Inagotable, este todoterreno de la democracia.
Pero todo cansa y Villena no es de fierro. Por eso, cuando llegó al aeropuerto para ir de regreso a la capital, y ver que el reloj del resto de peruanos no va con el suyo, el ministro se descontrola, se desconoce, es otro hombre. Recuerda que su cargo le permite lo imposible y ordena que el Boeing de LAN pare su vuelo. “El presidente me mandó a detener el avión”, decreta. Faltaba más. Reloj no marques las horas.
Pero allí estaba una trabajadora, joven a la obra, y le dice a Villena que no se puede, señor, que esta vez ha chocado con la realidad. O sea, no habría, joven, siga participando. Y entonces allí, donde se acaba el ministro, nace el monstruo. Y a gritos quiere que entendamos que ser el ministro de Trabajo significa que su chamba (desayunar, inaugurar, clausurar) es más importante que todas las chambas juntas. La mega chamba. La que detiene aviones.
Y el Perú se lo cree.

Publicado en El Comercio - Arequipa, el sábado 8 de diciembre de 2012.

sábado, 1 de diciembre de 2012

La Luz y la Sal

Dos días antes de morir, Lucila Salas todavía comandaba desde su silla a los ejércitos de su fogón. Vigilaba que a ningún distraído se le fuera a pasar la mano con los aderezos, el tiempo en la candela y todas las cosas propias de la magia en los calderos. Si Merlín hubiese tenido ayudantes tendría que lidiar diariamente con el mismo predicamento.
La Lucila pasó casi toda su vida sumergida en esa rutina. Mientras hubo fuerza en sus brazos, cogía el pesado batan para darle de alma a las especias que se convertirían en la marca registrada de su sazón, la misma que fue probada durante 60 años por los devotos de la cocina arequipeña, junto a la ceremonia obligada de quienes llegaban a entrevistarse unos momentos con la artífice de todo el asunto: el prende y apaga, combinación deliciosa de dos temperaturas. El incendio del anisado que se alivia solo con la frescura de una chicha refulgente. Repita las veces que sea necesario.
En un país donde muchos chefs se han convertido en rockstars y han cambiado las ollas por las cámaras de TV, La Lucila tenía tiempo para atender en persona a quien preguntara por su presencia. Ordenaba de inmediato que trajesen la botella de Najar y el caporal de chicha para recibir al curioso que se le acercaba, a veces solo para comprobar si la leyenda era cierta. Con noventa y tantos años ella seguía decidiendo los destinos de la tradición culinaria arequipeña. A los desavisados les explicaba con su paciencia de abuela cuál era el procedimiento correcto del ceremonioso trago y pasaba revista de los platos que ya casi nadie le pedía y que ella, en otros días, preparaba con tanta frecuencia.
Dice su hija mayor, Gladys, que una vez se sorprendió cuando la mandaron a llamar, para saludarla. Lucila abandonó la cocina para atender a este cliente que solicitaba tener a la cocinera en su mesa. Era Fernando Belaúnde Terry, quien deseaba compartir su almuerzo con la hacedora de maravillas. Lucila se emocionó. Aceptó de inmediato sentarse con el ex presidente y rieron durante una jornada que selló el cariño mutuo con un cuy de antología.
Lucila se fue el mismo año en que nacieron la Sociedad Picantera de Arequipa y se instituyó (por fin) el Día de la Picantería. Como esperando que desde sus fogones a leña saltara la chispa que encendería una tradición más allá de los límites de su Sachaca de toda la vida. Y es que, acéptalo sibarita, la cocina arequipeña no hubiese podido llegar hasta el sitial que tiene hoy si no se ponía como columna vertebral ese monumento al paladar que es su chupe de camarones, o su civinche, o su cuy, o su rocoto, o sus celadores, o sus...
Hay una congoja extra en la partida de Lucila y es la del que, en ausencia de abuelas, la había adoptado a la distancia como propia, celebrando sus ocurrencias, reconocimientos y bondades, pero sobre todo esa generosidad sin fronteras que hoy, en absoluta orfandad, miles de arequipeños extrañan a la hora de coger el tenedor y el cuchillo.
Pero también conocía de rabias. Renegaba duro cuando alguna de sus 5 hijas metía la pata en la cocina. Cucharón en mano hacía el ademán de retarlas para que no cometieran otra vez el error. “Pero era muy buena a la hora de arreglar los desastres”, recuerda Gladys y se sonríe, evocando los días en que su madre la perseguía entre las ollas. Es ella ahora quien deberá asumir el mando de todo ese batallón de tinajas, batanes y cucharones. Y así continuar con el legado de servir platos que se convierten en historias.
Fue hace un par de años que la vi por última vez. Ya los médicos le habían prohibido comer el cuy que tanto le gustaba. Pero seguía allí, incansable, sentada al pie del fogón, esperando quizás por ese comensal que sorprendiera a todos pidiendo algo de otro tiempo.
- “Ya casi nadie pide loritos de liccha”- me dijo entrecerrando los ojos.
Adivinen qué almorcé.



Publicado en la revista "El Búho" del mes de noviembre de 2012. Caricatura de Dorian Estrada

sábado, 29 de septiembre de 2012

Zoila


Fui invitado a decir unas palabras en la presentación de "Acuarelas", la nueva novela de Zoila Vega Salvatierra. Me salió esto. 

Hace 6 años, cuando Zoila Vega acababa de ganar el premio de Novela Corta “Julio Ramón Ribeyro” por su primer trabajo, “Cápac Cocha”, yo era un reportero más que sorprendido.
Primero porque Zoila en ese momento era muy conocida en estos lares por su trabajo al mando de la Orquesta Sinfónica de Arequipa. Su juventud al asumir ese encargo, además de su forma tan particular de dirigir a sus músicos, le conferían (a los ojos de quienes hacíamos prensa cultural) cierto halo venerable que obligaba siempre a hablar de ella con respeto. Hasta con miedo.
Segundo porque la noticia de un premio literario para un prosista arequipeño siempre alborota. Los poetas de alguna forma nos han acostumbrado a ganar algo con regularidad. Pero en novela la cosa es más complicada.
Entonces teníamos un premio de novela para una autora arequipeña que además era reconocida por su  talento en la dirección de la Orquesta Sinfónica y su destreza con el violín, ese instrumento que puede sonar como un gato padeciendo bajo los torturas del Grupo Colina, pero que en manos talentosas como las de Zoila es magia pura. Había pues que buscarla para hacerle una entrevista.
Era la primera que la veía fuera de la solemnidad de sus conciertos. Sin el frac ni la batuta, parecía casi normal, excepto por una excesiva alegría que, después descubrí, es el modus operandi con el que afronta la vida. Se ríe de todo, hasta de sí misma, y ni siquiera se tomaba en serio el hecho de haber ganado un premio por el que muchos de esos que van por ahí anunciándose con cierta pompa diciendo “soy escritor”, hubieran vendido su alma a Marilyn Manson.
El extremo de esa risa fue cuando dijo algo contundente: “Fue un accidente”.
Ese accidente es una de las mejores novelas que se han escrito en Arequipa.
O sea que a Zoila se le chispoteó, fue sin querer queriendo y además en esos días, en las múltiples entrevistas que daba sobre el tema, no tenía el menor reparo de decir cosas como “Puede verse arrogante que venga alguien que no es del gremio y gane y encima diga que no le interesa ser escritora. Pero no, la verdad, yo tengo otra vida, la música, que me hace sufrir y me despeina.”
Pero los que nos despeinamos fuimos sus lectores. Porque “Cápac Cocha” resultó ser algo tan fresco, además recurriendo a una fórmula casi en desuso que es contar la historia a través de cartas, que no había forma de que algo así fuera un chiripazo. Un gol del Checho para ponerlo en términos futbolísticos. Había allí algo que prometía posteridad. Los accidentes no existen, decía Sigmund Freud.
Hoy asisto con placer a la confirmación de mis sospechas. Porque “Acuarelas” se publica para decirnos a todos que Zoila Vega es una escritora sorprendente.
La historia arranca con una imagen que ella ha visto toda su vida, una acuarela pintada por su padre, Don Alberto, cuya obra se vuelve precisamente la columna vertebral de esta novela, donde el protagonista vuelve a ser un sujeto envuelto en su cotidianeidad, pero debido a un descubrimiento extraordinario se torna un investigador para ir contándonos en medio de sus pesquisas, un relato donde el arte y la guerra se revelan como lo que siempre han sido: enemigos mortales.
Ese investigador podría ser la misma autora, quien además se ha revelado como una científica de sus dos pasiones. Pero con este libro, el teclado y las letras deben ser ahora inherentes a ella como antes lo fueron su arco y violín, conviviendo ambos talentos en alguien que encima se da el lujo de seguir riéndose de todo esto. Zoila, vas a desquiciarnos a todos con tu despreocupación.
Un aplauso extra merece su editor, Arthur Zeballos, quien supo ver en Zoila lo que sus no pocos fans descubrimos en ella desde los primeros párrafos de “Cápac Cocha” y ratificamos hoy con “Acuarelas”. Que estamos ante un personaje que a fuerza de disciplina, talento y algunos desequilibrios encaja en el concepto que tengo de lo que es un genio. Lo que hace con el violín es estremecedor. Su prosa posee el brillo de lo valioso. Habría que darle algunos pinceles, lienzos y libertad. Estoy seguro que la veríamos exponiendo en algún museo dentro de muy poco.

jueves, 30 de agosto de 2012

El olor de los cipreses



Tenía poco más de 5 años cuando vine a Arequipa. Sospecho que mi madre, en su deseo de mantenerse lo más cerca posible de su Misti, me trajo en años anteriores, incluso estando al calor de su vientre. Pero fue a esa edad en la que pude percibir algunas de las cosas que iban a marcar un cariño inmortal por las simplezas de una tierra llena de contrastes.
Nos quedábamos entonces en una casa cerca a la Antiquilla. Nos recibía siempre Flora, granítica ama de llaves que nos perseguía por la casa a mi hermano a mí, sabiendo que nuestra curiosidad era el ingrediente necesario para las armas de destrucción masiva. Pobres floreros. Y en el jardín, enorme como un caballo, estaba Yetro, el primer perro que pese a ser ajeno y distante, quise como propio. Su nobleza peluda no sabía de horarios para jugar y en su perruna habilidad se las ingeniaba para encontrarnos en cualquier rincón de la casa y obligarnos a cambiar de actividad por la de montarlo como corcel. Era pues, un gigante en cuatro patas.
Recuerdo con pavor la sensación del agua de caño a las 5 de la mañana. Ese antártico frío que adormece las manos pero al mismo tiempo genera un extraño masoquismo que permite mantenerse allí, en la caída del agua helada, hasta ver cómo los diez dedos se ponen azules. En serio, adoraba quedarme varios minutos allí (sorry Sedapar) dejando correr ese témpano serrano sobre mis pequeñas manitos costeras. Curiosamente, la aldaba de la colosal puerta de madera de la casa era una mano de bronce, fría y reluciente, como un anuncio de lo que viene luego de estar expuesto a  esa congelación. Un entumecimiento que hacía temer por un futuro en el cual ambas extremidades terminaban como picaportes en los hogares de mi porvenir.
Luego de ese ritual criogénico, corría a la mesa del desayuno a buscar el espectáculo del pan humeante dentro de la cesta de mimbre. Un pan extraño de tres lados con aroma a leña. El placer de abrirlo con las manos todavía frías y sentir cómo la miga se desprendía de ese cascarón dorado es algo que sirvió para ir despertando mi sensibilidad a las delicias de lo cotidiano. Untarle mantequilla y enterarme allí mismo de lo que es un matrimonio perfecto. Un pan de tres puntas con mantequilla, tan extremo en su simplicidad.
Cerca de la Antiquilla queda la Ronda Recoleta, gobernada por un templo católico sin demasiadas pretensiones. Camino a ella, varias casas protegían su intimidad con altos muros hechos de cipreses. Paredes verdes de una textura singular y atrayente. Era sencillamente imposible pasar por allí sin estirar las manos y recorrerlas a todo lo largo, percibiendo las infinitas posibilidades de un árbol que se puede convertir en laberinto. Al final del viaje me frotaba las manos para que escape ese olor a bosque encantado. Allí, entre mis dedos estaba el aroma de mis futuros recuerdos arequipeños.
Cuadras más arriba, una picantería recibía los pedidos histéricos de dos chiquillos (mi hermano y yo, otra vez) que reclamaban por un vaso de chicha de jora fosforescente. Como viejos characatos, dos imberbes iban reconociendo, sin saberlo, una tradición que los atravesaba más allá de la genética. Era un asunto de reafirmar lo que en la lejana casa frente al mar nos iban recordando todos los días mamá, papá, tías y abuelas: te va a encantar Arequipa.
Ya de viejo, es lógico que muchos de esos idilios fallecieran y hayan sido sepultados por la malentendida modernidad. Pero cada vez que me encuentro con los cipreses vuelvo al ritual de extender mi mano de picaporte en busca de esas texturas del ayer, de esas sensaciones de arboleda y cielo azul. Y claro, ese olor regresa a mis palmas convertido en mensajero de otra época, en enviado del pretérito con la carta amarilla de las cosas por las que vale la pena detener el paso. Ni hablar de cada desayuno con el pan triangular que todavía se dejar romper mientras se despide con su crocante sonido.
Todavía están allí esas cosas, esperando volver a encantarme con sus aromas, colores y sonidos. Aguardan por aparecerse en la entrada de mi adultez para empezar a golpear la puerta. Pero claro, es mi propia mano la que, transformada en aldaba, suena contra la madera. Atenderé cuando Yetro deje de perseguirme por el jardín.

Foto: Jorge Bedregal

jueves, 1 de marzo de 2012

Diga 33

Escribo esto al amanecer de mi cumpleaños. “Feliz cumpleeeee” es lo primero que me dicen los amigos que lentamente van dejando sus mensajes en Facebook. Ya casi nadie se da el trabajo de coger el teléfono para escucharnos la voz o chapar un taxi para juntarnos en un abrazo. La modernidad está peleada con el cariño físico.

“Te vamos a crucificar”, me dice el más hardcore de mis hermanos, en clara alusión a la cifra a celebrar. Treinta y tres. La edad del tatito lindo cuando lo clavaron en Jerusalén. Me han dicho que han visto a mi hermano comprando madera, clavos y un martillo en la avenida Mariscal Castilla. Al menos hubieras ido a Sodimac, broder. Igual tengo miedo de salir a la calle.

No celebro por decreto pero acepto regalos. Libros y discos siempre en primer lugar. Entre los utilitarios prefiero que me obsequien calzoncillos y medias. He llegado a tener cajones rebalsando calcetines sin su respectivo par, obligándome a salir a la calle con los pies disparejos, con pánico de que lo notase la cita de ocasión. Eso sí, nunca medias blancas con zapatos de vestir. Solo Michael Jackson puede darse el lujo de hacer semejante cosa y hasta donde sabemos el hombre está muerto.

Cuando los desconocidos me preguntan por la fecha de mi cumpleaños siempre reaccionan igual ante la respuesta: “28 de febrero”, digo. “Uffffff”, agregan de inmediato, como si la fecha fuese un límite extraño, la antesala al 29 bisiesto que solo permite celebrarse cada 4 años.

Wikipedia me sopla que las efemérides del día son, a lo mucho, curiosas. Por ejemplo, en 1525 Hernán Cortés le da vuelta a Cuauhtémoc, el último emperador azteca. En 1935 un tal Wallace Carothers inventa el nylon y seis años más tarde, en la que debió ser una tarde apoteósica, en Bogotá se funda el club de fútbol Santa Fe.

Con los cumpleaños la cosa no mejora mucho. Me sorprende encontrar al rolling stone Brian Jones y a los espectaculares arqueros Sepp Maier y Dino Zoff. Pero luego la cosa transita entre Paul Krugman, economista estadounidense, y Ainsley Harriott, cocinero inglés. Y a mí que las matemáticas no me van y de comida británica solo he probado sus fish and chips, que no es otra cosa que el pescado apanado con papas fritas de toda la vida. Hasta deprime saber que comparto mi santo con Linus Pauling, del que solo sé que es una academia preuniversitaria.

Hoy, mientras espero que mis amigos abandonen la comodidad del mensajito en twitter y decidan hacerme una llamada o, mejor aún, una visita, los huesos me duelen por el frío de los días, aunque no falta el chistosito que le achaca la dolencia al paso de los años. Para rematar la sorna, hoy también es el Día Nacional de Lucha Contra la Osteoporosis.

Pero claro, hoy también cumple años Beto Ortiz, el mejor entrevistador del país. Cumple 44, 11 más que yo. Hasta donde sé, él está en Buenos Aires, Argentina. Tal vez yo deba ir a Buenos Aires, Cayma, para seguir alentando coincidencias.

Las flores de Florentino


Giovana Guevara busca a su hermano desaparecido. A ella no la persiguen a diario los reporteros para preguntarle por su dolor y no hay Topos de México ayudándola en su pesquisa. Sus amigos y parientes caminan por las riberas del río Socabaya escarbando en el lodo para ver si por allí brota una mano, una pierna o lo que fuese del cuerpo de Walter, a quien se lo llevó la fuerza del agua el 8 de febrero de este año. Sí, con el escenario que se ve, lo más probable es que estén buscando un cadáver. La esperanza de lo contrario no existe.

Sospecho que cuando encuentren el cuerpo, su ataúd no será llevado en hombros por la plaza de armas ni habrá multitudinarias misas de cuerpo presente, porque Walter no era un irresponsable muchachito perdido en el Colca durante un viaje con la enamorada. Él solo era un operador de maquinaria pesada que estaba trabajando cuando la lluvia convirtió al río en un monstruo que se lo llevó con cargador frontal y todo.

Pero a Walter Guevara hay gente que sí lo llora. Amigos, familia y vecinos que gritan su nombre y obtienen como única respuesta el bramido de esa bestia marrón que lo devoró. A ellos, que quieren sepultarlo, seguramente la idea de ir a bailar a la calle echando serpentinas y espuma, celebrando una dudosa efeméride, no les pasa por la cabeza. Mucho menos tirarle agua al desconocido. Solo quieren ver más gente tratando de encontrarlo.

Pero la fiesta debe continuar ¿no?

No.

Organizar, financiar y celebrar un invento llamado “el corso de las flores”, cuando a Lima se le pide, casi suplica, que envíe 50 millones de soles para atender la emergencia por lluvias es, cuando menos, indolente. El argumento ese que dice que la ciudad no puede parar pese a las tragedias es inaplicable en este caso. No puede ser un argumento para defender ese esperpento cuando se va a llorar miserias a la capital, se pide condonación de la deuda municipal, el 90% de las vías parecen territorio lunar, se tiene 37 órdenes de embargo y las obras prometidas por el alcalde Florentino Alfredo Zegarra Tejada, esas que se iban a hacer a 3 turnos, llueva o truene, están paradas y con el pronóstico de seguir la vieja tradición edil de no terminarse hasta varios meses después del plazo inicial.

Es de mal gusto que el subgerente de Cultura de la MPA, Walter Espinoza, diga que el corso de marras debe ser “Patrimonio Cultural Inmaterial” y que atraerá turistas por miles. No me jodan, damas y caballeros. Ver camiones de gaseosas con propaganda, que la gente se aviente agua, espumas y talcos a mansalva mientras se escucha hasta el paroxismo el carnaval de Benigno Ballón Farfán dista mucho de ser patrimonio de nada. Insinuar que eso va a generar ingresos es insultar la lógica de quien sabe que cuando hacen arqueo de caja después del 15 de agosto todos los involucrados ponen cara de circunstancia.

Y tú, chocherita wachiturro que preparas el arsenal de globos con agua para reventar a la flaca a la que en otras circunstancias no podrías ni hablarle, tampoco te salvas. Que no te engañe el hecho de que estos días parece el diluvio universal, castigo de Dios. Arequipa sigue siendo esa cabecera del desierto más grande del continente. Y aquí, a 40 minutos del centro, queda Upis-Milagros, donde la gente no sabe cuándo tendrán la bendición, aunque sea, del callejón de un solo caño, del agua potable que ahora le avientas a la prójima. Jugar el empapado carnaval en Arequipa me parece tan bárbaro como organizar esos concursos gringos de comer hot dogs pero en medio de la barriada africana más trágica. Alimentar esta costumbre merece que nos revisemos el alma.

Si en medio del desastre quieres celebrar tu cumpleaños, aniversario, o que al afeitarte el bigote por fin te quedó derecho, enrostrándole tu felicidad al vecino en apuros, ese es tu problema y ya tu conciencia se las arreglará contigo. Pero que las personas que manejan la Municipalidad Provincial, o cualquier autoridad, esas que rogaron para que les diésemos ese trabajo con nuestro voto, decidan agarrar los magros recursos para hacer una fiestita que le aporta poco (o nada) a la ciudad, y con esto generan una mayor e innecesaria molestia, es francamente obsceno.

Ahora los cielos se abren poco a poco y el gris va perdiendo terreno frente a los ocasos multicolores de la época. Significa que falta poco para que el azote culmine y será la hora de curar esas heridas que nunca se atienden con propiedad. Quizás ahí será tiempo de celebrar, aunque no veo qué podría ser. ¿Y si celebramos algo que valga la pena? Por ejemplo que las obras se terminarán en el plazo correcto. O que esta vez se harán pistas de verdad, que soporten la lluvia que siempre cae y no se derritan como si en vez de agua pareciese que les cae sulfuro. O mejor aún, que Giovana y su familia finalmente pueden enterrar a Walter mientras los miles de damnificados recuperan lo que perdieron.

lunes, 13 de febrero de 2012

El origen

Hace 13 años Internet no estaba en los celulares. Es más, tener un celular, para un estudiante universitario de luca diaria para el pasaje, era un propósito inalcanzable. No había Facebook ni Twitter y muchos pensaban que habría un apagón maldito cuando el reloj de las computadoras tuviera que marcar el doble cero del cambio de milenio. En esos días sin blogs ni YouTube lo más cerca que uno podía estar de la modernidad era crearse un correo electrónico desde la estrechez de una cabina pública a dos soles la hora.

Eran días de pelo largo y un solo jean para quien esto escribe. Días para decidir qué carajo hacer con una carrera a punto de terminar y sin más futuro que ser practicante eterno en cualquier municipalidad cuya oficina de prensa y relaciones públicas necesitara un muchachito multiusos con ganas de caminar por la ciudad repartiendo notitas de prensa redactadas por sabrá Dios que analfabeto.

En esas andaba cuando la esperanza apareció en su forma más cursi. Una epifanía que vino en el envase más cliché de todos: un sueño bien torreja. Mi cerebro dormido tuvo la idea de salir en mi rescate mezclando libros, canciones, comics, deseos y una que otra imagen altamente pornográfica como decorado en los territorios de Morfeo. Allí estaba yo en las entrañas de mi subconsciente vestidito con ropas que no tenía en la vida real y con la cara de pavo que he cargado toda la vida. Me rodeaba una oficina pálida sin más decorados que unos estantes de libros. Frente a mí titilaba un monitor de computadora, de esos de fines de los noventas que parecían cajas de leche, esperando mis órdenes en el teclado.

En ese marasmo estaba cuando una secretaria curvilínea, de las que solo aparecen en los sueños, entró a desarmar mi abandono. Cargaba ella un pedido que cambiaría todo desde esa ficción. “Señor, solo falta su columna”, dijo como si fuera una costumbre diaria y se fue. Recién allí me di cuenta que me encontraba en la redacción de un periódico, que estaba al borde del deadline y mi texto era lo que demoraba la impresión. Giré mi silla hacia el inmenso monitor que me esperaba y pude ver en la pantalla una plantilla digital que cargaba mi nombre debajo de su título hechicero: The Scarecrow.

Desperté recordando cada detalle y me di el trabajo de apuntarlo todo en una agenda, como para que me persiguiese. Me extrañaba que el título estuviese en inglés, pero tampoco me atormentaba. Solo me sorprendió verme en el futuro, como una caricatura del porvenir. Todo eso pasó a ser parte de las miles de historias inconexas que albergaba esa agendita negra que todavía guardo. Desapareció hasta que tuve que enfrentarme a una computadora de verdad para tratar de insertarme en las exigencias de la actualidad. Me iba a crear un mail.

Allí reaparecieron en mi cabeza la secretaria bien formada, la oficina pálida y la plantilla en inglés. Debía poner un nombre al correo que iba a viajar en la red como identificación de mi humanidad y llegaría hasta el buzón de potenciales jefes que buscaran practicante sin sueldo. “The Scarecrow” sería muy huachafo así que tocaba ponerlo en el castellano materno. “El espantapájaros” fue la primera idea pero existían miles de cuentas así. Sólo me quedaba la transcripción literal del sueño. “El Espantacuervos”.

La reverberación del nombre me gustó de inmediato. Con los años lo utilicé como seudónimo para tres o cuatro cuentos que envié a concursos con poca suerte. Los amigos se encargaron de hacer la burla correspondiente a tan extraño sobrenombre y cobró nueva vida cuando, en un arranque de torpe vanidad, publiqué un blog con ese título. Hasta allí llegó pero en el año 2010 una idea iba a convertirlo en una palabreja pronunciada más allá de la breve cofradía de amistades que se daban el trabajo de leerme en Internet.

Hacer un programa de entrevistas en televisión no es algo que veía en el futuro cuando llegaba al viernes con el mismo pantalón del lunes, martes, miércoles y jueves. Jamás me pasó por la cabeza cuando revisaba la billetera inútilmente en pos de una luca para las copias, más inútiles todavía, de la universidad. Fue algo que ocurrió por sí mismo, acaso empujado por la velocidad de mis ganas y la confianza de quienes creyeron en el proyecto. Y ahí avanza con su nombrecito que hoy repiten desde alcaldes timoratos hasta choferes de combi que me tocan el claxon cuando me ven en la calle y me saludan con un cariño impagable: “Habla, espantacuervos”, gritan riendo.

El mail que dio origen a esto murió hace poco, ahogado por miles de mensajes que prometían alargarme el pene y ofertas generosas de multimillonarios saudíes que solo pedían mi número de tarjeta de crédito (que no tengo) para depositarme fortunas. Pero el sueño de la columna “El Espantacuervos” empieza hoy aquí, con este texto meloso y presumido que explica el génesis de la palabrita. Prometo no volverlo a hacer.

miércoles, 25 de enero de 2012

Tarea para la casa (*)

Veo a los base cuatro y mayores poniendo cara de circunstancia. Fruncen el ceño, miran a lo lejos y pontifican sobre lo mal que va la juventud de estos días. Marcan distancia en televisión, radios y periódicos. Y si no hay cámaras y micros se escandalizan en conversaciones a la sombra de los árboles de la Plaza de Armas. La juventud está perdida, dicen.

Apoyan su afirmación en el video que muestra a muchachos y muchachas confundiendo a Elena Iparraguirre con una cantante de vals y a Abimael Guzmán con un director de cine. Se vuelven a justificar cuando los tres seguidores imberbes de Alfredo Crespo dicen que el terrorismo fue una guerra interna y que los presos de Sendero Luminoso son “prisioneros políticos”.
Podría parecer que la cosa está perdida irremediablemente. Que las generaciones posnoventas conocen al detalle por qué terminaron Vanessa Terkes y Roberto Martínez, pero no tienen idea de dónde queda Lucanamarca. Saben de memoria la saga de Crepúsculo, pero no han leído al menos las conclusiones de la Comisión de la Verdad y Reconciliación. Sí, realmente parece que los “jóvenes” de ahora solo sirven para escuchar reggaetón y frotar sus entrepiernas barajándola con el argumento de “el baile del choque”.

Pero no es así. Al menos no del todo.

Resulta que los que apuntan con los dedos arrugados y miran con desprecio desde sus ojos rodeados de patas de gallo olvidan clamorosamente el detalle de haber sido ellos los ancestros de ese olvido, de esa negación al pasado inmediato que apenas supera los 25 años. Por desidia, desinterés, o escalofriante consecuencia, lo que ellos debían estar enseñando, recordando y condenando ha reaparecido como propaganda de esta intentona criminal disfrazada de movimiento político llamada Movadef.

Pregúntate, lector que ya te afeitabas cuando voló Tarata: ¿Cuándo y en qué términos le hablaste a tu hijo (a) del camarada Gonzalo? ¿Saben tus niños que compran su ropa en Ripley que fueron 69 mil muertos por culpa del terrorismo? ¿Tú mismo has tenido el coraje de leer el informe completo de la CVR?

Reclaman ahora que en los colegios se enseñe de inmediato lo que durante estos años debió ser tarea para la casa. Y quienes debían enseñarlo, para no olvidarlo nunca, están ahí ocupados diciendo “cómo pueden no saber quiénes son”. Ahora que los colegios existen hasta en garajes de casas y el objetivo mayor de la enseñanza escolar es conseguir que tus hijos aprueben el examen de ingreso a la universidad, deberías cuestionarte qué hay y qué falta en los libros que leen. Piensa que tal vez no fue tan buena idea dejar que su formación histórica siga los estándares de “El Último Pasajero”.

Porque los niñatos fans del Movadef sí reconocen en una foto a Guzmán, Iparraguire, Morote, Feliciano y hasta a Cerpa. Pero no aborrecen lo que hicieron sino que hasta lo aplauden. No será suficiente entonces que le dejes esa chamba al colegio de tu hijo, potencial integrante de lo que queda de Sendero o algo peor. Al final, la nueva generación es solo la versión mejorada o empeorada de la anterior.

¿Vas a empezar a enseñarle qué fue Sendero, el MRTA y los 69 mil muertos o quieres que lo aprendan como lo aprendiste tú?

(*) Publicado en el Diario El Pueblo el miércoles 25 de enero de 2012