martes, 29 de septiembre de 2009

Subiendo al cielo

Este buen señor de barba es Luis Nieto Degregori, uno de los escritores cuzqueños más importantes de los últimos tiempos (nunca escribí algo tan cliché pero no se me ocurre nada de momento)y estuvo en Arequipa invitado por la Feria del Libro. También cayó en CONTRASTES.

viernes, 18 de septiembre de 2009

El Perú de Gastón

El R.P. Gastón Garatea es de esos curas que caen bien. Es ex comisionado de la CVR y un comprometido en el tema de lucha contra la pobreza. Estuvo en CONTRASTES y hablamos sobre el libro prohibido: el de Abimael Guzmán.

jueves, 17 de septiembre de 2009

Deseos de humo

Su figura habita en los hogares que le tienen fe. Su representación física es regordeta, con un chullo, cargado de bolsas con ofrendas, algunas fotocopias de billetes extranjeros, carros y cuanta cosa uno quiera pedirle poseer. Su rostro posee una permanente sonrisa de boca abierta que solo se altera cuando se le pone un cigarro para hacerlo fumar. El Ekeko es como un "santito" andino, que cumple deseos a los que creen. Y no son pocos.

Debe fumar a los 4 vientos" dice Mario Talavera mientras le coloca un cigarro al Ekeko. Este lo recibe inmutable mientras el cosmobiólogo continúa hablando sobre el linaje de esta criatura andina. El Ekeko fuma pero no tose. No le afecta.

El Ekeko mira desde sus ojos de arcilla y espera recibir los deseos de quienes lo convocan. Su indumentaria de juguete es la clásica. Lleva una fotocopia de un billete de 100 dólares colgado en el pecho y pequeñas bolsas con maíz y arroz inflado. Un carrito de juguete se deja ver entre tanta cosa y el Ekeko sigue erguido en sus 20 centímetros de magia ancestral.

En el mercado San Camilo, los ekekos se lucen colgados esperando despertar la fe de un comprador. Sus precios varían según el tamaño. Los hay desde 3 soles hasta 25. "Si es más grande, es mejor, más poderoso es", dice Ida, que los vende en su pequeño puesto junto a hierbas misteriosas y otros artilugios de lo desconocido. Agrega que los días para prenderle un cigarro y darle algo de licor son los martes y viernes. "Porque son días de brujas", susurra como revelando un secreto.

Ida ofrece sus ekekos lo mejor que puede. Habla de la fe que le pone la gente a esa extraña magia proveniente de una pequeña escultura de arcilla y pintura. "P’al negocio piden" dice Ida mientras envuelve en una bolsa de plástico al Ekeko que se llevará su interlocutor.

- ¿Tú tienes uno en tu casa, Ida?
- No.


Talavera coge al Ekeko con cuidado. El segundo cigarro se consume veloz en la boca falsa del muñeco y las cenizas caen sobre su mano. La ceremonia prosigue invocando a los apus que, en teoría, dieron origen a la tradición de tener en casa a un pequeño "santito andino" que demanda cigarros Inca sin filtro y algo de alcohol antes de cumplir los deseos que carga en las miniaturas de su espalda. A los 20 minutos, el tercer pucho se consume indetenible.

Su origen puede rastrearse hasta el altiplano. Hace un par de siglos, la costumbre se impuso con el folcklore. Los que defienden su magia afirman que los tiawanaco y el dios Tunupa son los iniciadores del rito. "Falso", dice el cosmobiólogo. "El Ekeko es algo más moderno, es algo más folklórico, que tiene raíces en la zona de Tiawanaco, pero no significa que esa cultura haya tenido ekekos". Desde la mesa, el Ekeko fumador no lo desmiente.

Desde Bolivia, el mandatario Evo Morales quiso reclamar, para él y los suyos, el origen de este Ekeko cumplidor de deseos. El reclamo nació días después del debate que puso en riesgo las relaciones diplomáticas: ¿la diablada es peruana o boliviana? Perú lanzó la primera piedra al poner a la candidata local al cetro de Miss Universo, Karen Schwarz, a desfilar en el certamen con el traje típico de la danza de los demonios. "Ah, no" dijo alguien en el ministerio de Cultura del país altiplánico y comenzó el contraataque. Echaron mano de su erario nacional y produjeron un spot de televisión, aclarando que Oruro es donde nació el baile conflictivo. Luego, en defensa de su orgullo, pagaron más para difundir el comercial en CNN. Nunca hubo un dinero tan bien utilizado.

Antes que Perú volviera a reclamar algo como propio, generando roces internacionales de alcances inimaginables, el gobierno de Morales decidió inventariar su valioso patrimonio previniendo cualquier impase. El Ekeko sería el símbolo de la cruzada por sus derechos patrimoniales.

En Arequipa, el Ekeko comprado en el mercado San Camilo sigue fumando sin preocuparle su doble nacionalidad. Los deseos del día ya le fueron pedidos y pagados con su cuota cancerígena de rigor. Talavera asegura que si se puede hablar de un origen único de este personaje este sería tawantinsuyano. Sobre el alcance de los poderes del Ekeko no hay nada concreto. Mientras una voluta de humo se eleva sobre su cabecita adornada con un chullo, alguien que acaba de cobrar le guiña un ojo como agradeciendo la rapidez de su embrujo. Casi siempre los deseos son materiales.

lunes, 14 de septiembre de 2009

Mabela del Mundo

Sí. Se me chorrea todo cuando la veo. Asumo. Estoy enamorado de ella (aunque se enoje). Mabela Martínez lo tiene todo bien. Y tengo su número.

lunes, 7 de septiembre de 2009

Los herederos del burro (Versión uncut)



Jaime Garcés Palacios coge su pipa mientras se protege del sol del mediodía sofocante con un sombrerito gardeliano. Se apoya en su auto, un Ford del 47 que posee desde que él tenía 50 años. Hoy lleva 72 y tiene los ojos color turquesa y sus pantalones marrón (carmelita, le dicen) se sostienen gracias a unos tirantes fuera de toda moda.
Su auto luce nuevo, bien cuidado. Brilla. Cuando Jaime se sube, con su atuendo tan singular, el cuadro se completa. El espectador casual se confundiría un poco en la época y pensaría que por algún sortilegio de las flores, se regresó al siglo pasado. Pero allí interviene Daddy Yankee que suena desde un parlante Sony a todo volumen y derrumba con su escándalo la intención del tiempo de ser uno que no volverá.
Cerca del Ford 47 de Garcés, se luce un Oldsmobile, con un hombre al timón que también es bien old. Lo acompaña su esposa ídem, feliz de la vida, esperando que alguien les avise que ya empezó el desfile de autos antiguos de Medellín 2009 y puedan poner primera en esa prehistórica caja de cambios. Mientras tanto esperan mirándose como cuando eran último modelo. Ellos y el auto, claro está.
La pipa enorme que lleva Garcés es meramente decorativa. Ningún humo proviene de ella y es que sería riesgoso tener algo ardiendo en el interior lujoso de su coche añejo. “Lo encontré en un parqueadero, todo chocado y en los asientos anidaban las gallinas”, evoca. Llevaba unos 10 años abandonado a su suerte hasta que Garcés quiso volverlo a la vida. Le costó un dinero que ya no recuerda y hoy le sirve para breves paseos con su familia una vez al mes. “Nunca lo llevo a más de 50”, dice precavido. Luego, sus ojos de abuelo azul se llenan de luz al contar que también tiene un Fiat del 65 y un Renault del 78 esperándolo en casa. “Me gusta tenerlos porque me gusta” dice sin mayor discurso.

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Cuando había pasado los 60 años, Carlos Coriolano Amador tuvo una de esas crisis que hoy llaman “de madurez”. Él, multimillonario antioqueño y lleno de honores, tenía una ambición un poco más modesta que el imperio que había construido, de la mano con el crecimiento de Medellín, a finales del siglo XIX. Quería tener un auto.
Medellín no era entonces una ciudad muy cómoda para transitar. Su geografía, enclavada entre montañas con nubes, obligaba a moverse entre subidas y bajadas dramáticas, con graníticos silleteros llevando mercancías y gentes a lomo de hombre. Inevitable suponer que hubo un sentido de utilidad en el deseo del buen Amador de conseguir un carro. También había la certeza de saber que se estaba haciendo historia. El suyo sería el primer vehículo motorizado que se movería en toda la región.
La novedad llegó el 19 de octubre de 1899. Coriolano obtuvo mediante su dinero un De Dion Bouton, pequeño auto hecho en Francia, con cabida para dos pasajeros: el chofer, traído especialmente para la ocasión desde el país del flamante coche, y el potentado Amador, que se puso sus mejores ropas y no cabía de contento por la oportunidad de inaugurar en la puerta de su casa aquella maravilla mecánica.
Sobre lo ocurrido ese día en la entonces llamada Calle de Palacé, donde vivía el inquieto Amador, circulan dos versiones. La primera da cuenta de un viaje de varias cuadras en la calle, sin percances, hasta que el artilugio se paró sin que nada pudiese volver a ponerlo en marcha. La segunda, un poco más pesimista, narra la peripecia como una travesía que no duró más de media cuadra.
Ambas versiones coinciden en que una turba de curiosos se arremolinaron en el lugar, para ver cómo era posible que ese aparato se moviese por sí solo, comandado por ese hombre que habían aprendido a admirar y al que no le encontraron mejor apodo que el de “Burro de Oro”.

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En parqueadero de lujo se ha convertido el frontis del diario El Colombiano. Por allí transitan, entre los autos, figuras de otra época pero con blackberries y lentes oscuros. Las muchachas que forman parte de este espectáculo se saben guapas ante los ojos del sexo opuesto.. No ocultan mucho en sus disfraces de viejo cabaret. Los muchachos, hijos felices de un papá generoso, pasean orondos en sus trajes de dandis de unos años que nunca vieron.
Otros llevan la caracterización a límites sospechosos. César Castro tiene un Chevrolet Impala y una mala peluca a lo Elvis. Su ropa se completa con la respectiva camisa con lentejuelas, las gafas enormes y el gesto del Rey en la cara. Lo escoltan al interior de su auto, una mujer que no se parece a Priscilla Presley y unos niños que se divierten de lo lindo.
Unos falsos hippies multicolores también esperan. Están dispersos, como viendo cómo poder burlar aquella advertencia de la organización del evento que amenaza con no dejar participar en esto durante 2 años a quien se le encuentre medio bebido y manejando. Quizás no eran tan falsos estos hippies.
Aparecen unos carros “de película”. Está el mismo modelo de Lincoln Continental de 1942, donde a Sonny Corleone lo dejaron como colador de fideos. También ruge el motor del Mustang Shelby GT500 que Nicolas Cage no podía robar nunca y que bautizó con el tierno nombre de Eleanor, quizás para conjurar la mala leche de aquel auto maldito.
Las muchachas guapas siguen haciéndose notar en todo el recinto. Les roba cámara el Ford 1927 de Gabriel Laverde, que luce como una camioneta de granja idílica. Hasta una abuelita se deja ver con su escopeta de dos cañones y la sonrisa en ristre. Son una imitación de los “Beverly Ricos”, esa serie de televisión donde unos campesinos descubrían petróleo. Laverde dice que no es tan rico y que esto de los autos lo hace con mucho amor.
El “General Lee” se deja mirar desde su televisivo rango militar. Es un Dodge Charger del 69, naranja a todo lo largo de su carrocería de leyenda, la misma que forjaron en los setentas, esa pareja de hermanos llamados “Los Duques de Hazzard”, que trataban al vehículo como si fuera un avión. Realmente volaba.


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La explosión despertó a todo el mundo en el apacible barrio de Santa María de Los Ángeles. Allí, elevándose sobre sus vecinos, estaba el edificio Mónaco, el blanco del atentado con cochebomba que provocó el estruendo. Era 13 de enero de 1988 y dos vigilantes perdieron la vida cuando el destino del estallido era quitársela a otro hombre. A Pablo Escobar.
El que se convertiría en el narcotraficante más famoso del mundo, había estado durmiendo allí durante un tiempo. “Nadie sabía que Escobar vivía allí”, le dijo un vecino a los policías que fueron a ver por qué tanto alboroto. Obviamente no encontraron al capo, pero lo que descubrieron los dejó embobados. Entre muebles finos y cuadros costosos, hallaron 40 autos deportivos de primera línea, de esos reservados solo para millonarios con hobbies inalcanzables. Nada mal para un hombre que empezó su oficio robando lápidas de los cementerios.
Cuando el capo Escobar ya no estaba en pleno uso de todo el poder que la que la coca le dio, a su Hacienda Nápoles, una especie de rancho Neverland para mafiosos, con animalitos y todo, también le tocó la hora de ser intervenida por la ley. Y entre las extravagancias, otra vez aparecieron esas joyas móviles que tanto gustan entre los ricos.

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Algo apartado del barullo de estos conductores y sus caros juguetes, el auto más hermoso del mundo se dejaba mirar. Un Ford 1915, color verde nostalgia. Su tablero tiene madera y cuero, todo con un brillo real de abolengo fino. Pero nadie está sobre él. Parece como abandonado a su libre albedrío, en medio de este carnaval de ruedas y tuercas. Quizás no haya chofer a la altura de su mito.
El sol terrible de la tarde quema pieles pero embellece metales. Los destellos que salen del cromo de los cerca de 300 autos en exhibición, deslumbran mientras van pasando. Allí está el espectáculo ofrecido al público. Una larga caravana de hombres y máquinas que mueve en su recorrido mucho más que sus disfraces atemporales y los millones de pesos invertidos. Transporta historia. Y mujeres hermosas.
Los que no poseen ninguna de estas, se limitan a verlas pasar.
Casi al final de la exhibición, un hombre pasea alrededor de una belleza, como cortejándola. Y es que merece más que piropos. Sus curvas delatan una historia movida. Son tan simétricas que acariciarlas es lo primero que cruza por la mente. Con todo respeto, eso sí. Se deja tocar pero no sonríe. Tampoco se enoja. Por delante su estampa es magnífica, quizás más atractiva que las muchachas que van por ahí con sus bustos 36-B. No tiene esa voluptuosidad pero sí hay mucho que ver. La elegancia que vence al exceso. Y aunque no parece conmoverle ninguna de las miradas casi obscenas que recibe, ronronea a gusto. Se sabe la causa de tanta atención y su murmullo se convierte en rumor. El hombre que la acechaba decide meterse en ella, allí, delante de todos, sin pudor alguno. La escena perturba por el color improbable del objeto del deseo. Es dorado. El único Mustang 66 dorado.
Quien lo posee es Jorge Montañez y no usa disfraz. Su pinta es de un vaquero moderno, con jeans apretados, botas texanas, polo Lacoste y sombrero. Dice que así se viste siempre. Habla por teléfono mientras pisa el acelerador de su máquina. La engríe.
“Mi padre nunca tuvo un auto nuevo, creo que por eso me gustan tanto estos carros”, bromea mientras señala otros dos Mustang más. “También son míos” agrega y sus hijos lo saludan desde los volantes de ambos. Han heredado el hobbie del padre.
Pero Montañez también colecciona los otros carros, de esos que se hacen en miniatura para irlos colocando en aparadores. Dice tener más de 5 mil miniaturas en casa, a las que cuida como si fueran autos de verdad. No habla mucho pero gesticula lo suficiente para que se note que está feliz con la vida que lleva, aunque no quiera revelarle al cronista cuál es.
Deja muy en claro que su carro dorado es el favorito. También lo rescató de un cementerio donde se oxidaba a merced del aire. La conversación se acaba cuando pone primera y se alinea con los demás carros que van saliendo hacia la calle, al desfile. Su dorado resalta sobre el resto de autos y Montañez lo sabe. Lo conduce con una mano en el timón y la otra colgando de la ventana. El resto es pura mecánica automotriz.


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En Medellín la gente se mueve mucho. Y no de cualquier manera. Los autos de uso cotidiano lucen nuevos y modernos. Son muy pocos aquellos que se dejan ver por la calle con una carcacha. Brillan en las empinadas pistas los Chevrolet, los Renault, los Peugeot, los Fiat. Ni un carro chino de dudosa eficacia se pasea por la ciudad. No hay ni un solo Tico.
Nicolás, el chofer del taxi que lleva al periodista hasta el Desfile de Autos Antiguos se emociona ante la observación y cuenta que el suyo, un Chevrolet Corsa amarillo, le costó poco más de 40 millones de pesos, unos 20 mil dólares americanos. Su taxímetro arroja la cifra exacta de lo que vale la carrera y sonríe al pronunciarla. Su amabilidad confunde.
Existen cerca de 20 mil taxis en Medellín, bastante correctos todos, aunque sus choferes parecen tener un desprecio por el cinturón de seguridad, que casi siempre cuelga inútil pegado a la puerta. Sobre esto, el chofer afirma, muy serio, que pronto será obligatorio, y hace el ademán de querer ponérselo para evitar una confrontación sobre seguridad vial con su pasajero inquisidor. Pero no pasa del gesto y sigue la marcha sentado, libre como el viento. Pasajeros son lo que sobra en los días de fiesta.

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Mientras los carros y su historia van saliendo en grupos del diario que patrocina la jornada, se quedan los curiosos, los fotógrafos, los cronistas. Una cerveza helada se deja tomar y se agradece. Los niños, llevan agua en unos cojines pero no la beben. Utilizan el recurso como chisguete de presión para escribir sus nombres en el suelo. Se lee: Alex, Gerardo, José. Un adulto arroja un cigarrillo y el niño que no terminaba de estampar su firma, cambió de planes para estrenarse como bombero. Apagó la colilla pero la rúbrica quedó a medias. A menos que realmente se llame Orla.
Los no tan niños van de la mano con las no tan niñas. También saben que tener plata los hace más bellos a los ojos de algunos. Buenos zapatos, lindas camisas y celulares ruidosos. Algunas joyas cargan los disfrazados, pero de su autenticidad se duda. Se nota que les gusta que los miren, y mucho más ahora que van sobre sus autos de novela.
Hombres y mujeres posan con coquetería para las fotos. En la calle, les esperan aplausos, gritos y besos volados. No todos los que poseen uno o más autos de colección son ricos, pero algo tienen. Al menos algo más que esos que los miran pasar bajo el sol incandescente del agosto medellinense.


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El metro circula a 15 metros de las cabezas de los medellinenses de a pie. Hace 14 años empezó a funcionar hasta convertirse en el medio más veloz y barato de moverse en esta ciudad de montañas, ascensos y descensos. No conforme con esto, el Gobierno quiso llevar el servicio hacia las zonas más pobres, esas que se levantaron bien arrimadas a las laderas de los montes, allí donde los sicarios practicaban el tiro al blanco con sus vecinos incómodos. Así nació el Metrocable, en 2004, que no es otra cosa que un teleférico que le permite conectar a la ciudad con esa porción de habitantes que antes se limitaba a sobrevivir en sus barrios de balaceras. “Son espacios de encuentro”, diría un funcionario municipal, aunque casi nadie se hable durante el recorrido.
Y es que en el metro viajan los 6 estratos de la sociedad colombiana, separados por aquello de “tanto tienes, tanto vales”. Aunque más exacto sería decir “Donde vives, tanto vales”. A saber: el 76% de la población pertenece a las clases 1, 2 y 3, que podrían catalogarse como las más bajas. Las clases 4 y 5 son lo que se conoce en otros lados como clase media. La clase 6 tiene plata.
Tener no es tan relevante como estar a la hora de la estratificación oficial. La zona donde uno duerme determina la clase a la que se pertenece, y el individuo promedio internaliza dicha condición sin mayores problemas. “Soy estrato 3” dice sin ningún problema un medellinense. Paga más impuestos el de estrato 6, pero lleva una vida de primera. Y viceversa.

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Algunos vehículos militares se pasean entre los civiles. También son de colección. Son unos modelos de Jeep que le sirvieron a quién sabe cuántos generales en guerras ganadas. En sus días más útiles llevaban soldados valientes y de los otros. Algunas granadas, fusiles, balas, morteros, cuchillos y bombazos también eran su carga cotidiana.
En su diseño sencillo, tosco, intimidante y anglosajón, estos jeeps tenían una clara misión en su vida mecánica: hacer camino al andar. Sus ocupantes de turno en el desfile no tienen ni por asomo, los ojos fieros de aquellos que alguna vez los condujeron rumbo a la muerte o algo peor. Los de hoy son hombres sonrientes, que en vez de armas llevan entretenimiento. Saludan con la mano a sus semejantes en vez de apuntarles con cualquier cosa.

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Tener una moto es sueño recurrente del infante promedio. “Cómprame una” suele ser el pedido de Navidad más repetido. Pero el argumento que desbarata la posibilidad de ir por la vida en dos ruedas, proviene generalmente de una madre consciente: “Primero te compro el ataúd”.
De ataúdes se ha hablado mucho en Medellín. También de motos. Sobre todo de las que servían para transportar a ese sujeto que por unos pesos se bajaba policías y civiles. Llegó a ser tanto, que en los días duros del sicariato en Medellín, estaba prohibido circular en moto a partir de la 7 de la noche. Pero claro, no todos los que gustan de manejar una Kawasaki son homicidas. Algunos sólo quieren moverse en su ciudad con algo de estilo. Y pasear a la novia si no es mucho pedir.
Para identificarlos con menor dificultad, en caso de que sean sicarios, el gobierno nacional creó una ordenanza bastante singular. Cualquier ser humano que vaya sobre una motocicleta en Medellín debe llevar un chaleco con el número de placa estampado bien grande. También debe ir en el casco.
Ahora, ser motociclista en Medellín ha perdido algo de encanto, cuando se va por la calle anunciándole a todos el número de placa, pareciendo acaso carteles de publicidad. “No pues señor, no es lo mismo”, dice Jaime, que tiene su Honda. “Yo iba sin camisa por el calor y ahora debo andar con el chaleco que quema”.






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La caída de la noche refresca un poco el ambiente. El desfile de este año terminó sin más percances que el de algunos insolados. Los 185 autos volvieron a sus garajes de donde sus dueños sólo los sacarán en días especiales. Los viejos modelos de colección y sus infinitas piezas se esconden de la ciudad, hasta que sus amos decidan que ya es tiempo de que el pasado vuelva a rodar por las calles de Medellín.

martes, 1 de septiembre de 2009

La crónica

Aquello de no dormir por estar atormentado es un estado sobrevaluado por algún poeta malditista y malo. Pero en esas estoy desde hace 3 semanas, en las que no se puede escribir más que para el trabajo.
Esta es la primera parte de la crónica que tuve que hacer como parte del Taller de Crónica Cultural, en Colombia, evento causante de este insomnio que me apresto a dejar apenas mi carismática jefa se vaya a USA por tres semanas y yo pueda volver a vagar (y escribir)

Ps: Gracias FNPI

Los herederos del burro


Jaime Garcés Palacios coge su pipa mientras se protege del sol del mediodía sofocante con un sombrerito gardeliano. Se apoya en su auto, un Ford del 47 que posee desde que él tenía 50 años. Hoy lleva 72 y tiene los ojos color turquesa y sus pantalones marrón (carmelita, le dicen) se sostienen gracias a unos tirantes fuera de toda moda.
Su auto luce nuevo, bien cuidado. Brilla. Cuando Jaime se sube, con su atuendo tan singular, el cuadro se completa. El espectador casual se confundiría un poco en la época y pensaría que por algún sortilegio de las flores, se regresó al siglo pasado. Pero allí interviene Daddy Yankee que suena desde un parlante Sony a todo volumen y derrumba con su escándalo la intención del tiempo de ser uno que no volverá...