lunes, 13 de febrero de 2012

El origen

Hace 13 años Internet no estaba en los celulares. Es más, tener un celular, para un estudiante universitario de luca diaria para el pasaje, era un propósito inalcanzable. No había Facebook ni Twitter y muchos pensaban que habría un apagón maldito cuando el reloj de las computadoras tuviera que marcar el doble cero del cambio de milenio. En esos días sin blogs ni YouTube lo más cerca que uno podía estar de la modernidad era crearse un correo electrónico desde la estrechez de una cabina pública a dos soles la hora.

Eran días de pelo largo y un solo jean para quien esto escribe. Días para decidir qué carajo hacer con una carrera a punto de terminar y sin más futuro que ser practicante eterno en cualquier municipalidad cuya oficina de prensa y relaciones públicas necesitara un muchachito multiusos con ganas de caminar por la ciudad repartiendo notitas de prensa redactadas por sabrá Dios que analfabeto.

En esas andaba cuando la esperanza apareció en su forma más cursi. Una epifanía que vino en el envase más cliché de todos: un sueño bien torreja. Mi cerebro dormido tuvo la idea de salir en mi rescate mezclando libros, canciones, comics, deseos y una que otra imagen altamente pornográfica como decorado en los territorios de Morfeo. Allí estaba yo en las entrañas de mi subconsciente vestidito con ropas que no tenía en la vida real y con la cara de pavo que he cargado toda la vida. Me rodeaba una oficina pálida sin más decorados que unos estantes de libros. Frente a mí titilaba un monitor de computadora, de esos de fines de los noventas que parecían cajas de leche, esperando mis órdenes en el teclado.

En ese marasmo estaba cuando una secretaria curvilínea, de las que solo aparecen en los sueños, entró a desarmar mi abandono. Cargaba ella un pedido que cambiaría todo desde esa ficción. “Señor, solo falta su columna”, dijo como si fuera una costumbre diaria y se fue. Recién allí me di cuenta que me encontraba en la redacción de un periódico, que estaba al borde del deadline y mi texto era lo que demoraba la impresión. Giré mi silla hacia el inmenso monitor que me esperaba y pude ver en la pantalla una plantilla digital que cargaba mi nombre debajo de su título hechicero: The Scarecrow.

Desperté recordando cada detalle y me di el trabajo de apuntarlo todo en una agenda, como para que me persiguiese. Me extrañaba que el título estuviese en inglés, pero tampoco me atormentaba. Solo me sorprendió verme en el futuro, como una caricatura del porvenir. Todo eso pasó a ser parte de las miles de historias inconexas que albergaba esa agendita negra que todavía guardo. Desapareció hasta que tuve que enfrentarme a una computadora de verdad para tratar de insertarme en las exigencias de la actualidad. Me iba a crear un mail.

Allí reaparecieron en mi cabeza la secretaria bien formada, la oficina pálida y la plantilla en inglés. Debía poner un nombre al correo que iba a viajar en la red como identificación de mi humanidad y llegaría hasta el buzón de potenciales jefes que buscaran practicante sin sueldo. “The Scarecrow” sería muy huachafo así que tocaba ponerlo en el castellano materno. “El espantapájaros” fue la primera idea pero existían miles de cuentas así. Sólo me quedaba la transcripción literal del sueño. “El Espantacuervos”.

La reverberación del nombre me gustó de inmediato. Con los años lo utilicé como seudónimo para tres o cuatro cuentos que envié a concursos con poca suerte. Los amigos se encargaron de hacer la burla correspondiente a tan extraño sobrenombre y cobró nueva vida cuando, en un arranque de torpe vanidad, publiqué un blog con ese título. Hasta allí llegó pero en el año 2010 una idea iba a convertirlo en una palabreja pronunciada más allá de la breve cofradía de amistades que se daban el trabajo de leerme en Internet.

Hacer un programa de entrevistas en televisión no es algo que veía en el futuro cuando llegaba al viernes con el mismo pantalón del lunes, martes, miércoles y jueves. Jamás me pasó por la cabeza cuando revisaba la billetera inútilmente en pos de una luca para las copias, más inútiles todavía, de la universidad. Fue algo que ocurrió por sí mismo, acaso empujado por la velocidad de mis ganas y la confianza de quienes creyeron en el proyecto. Y ahí avanza con su nombrecito que hoy repiten desde alcaldes timoratos hasta choferes de combi que me tocan el claxon cuando me ven en la calle y me saludan con un cariño impagable: “Habla, espantacuervos”, gritan riendo.

El mail que dio origen a esto murió hace poco, ahogado por miles de mensajes que prometían alargarme el pene y ofertas generosas de multimillonarios saudíes que solo pedían mi número de tarjeta de crédito (que no tengo) para depositarme fortunas. Pero el sueño de la columna “El Espantacuervos” empieza hoy aquí, con este texto meloso y presumido que explica el génesis de la palabrita. Prometo no volverlo a hacer.

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