sábado, 1 de diciembre de 2012

La Luz y la Sal

Dos días antes de morir, Lucila Salas todavía comandaba desde su silla a los ejércitos de su fogón. Vigilaba que a ningún distraído se le fuera a pasar la mano con los aderezos, el tiempo en la candela y todas las cosas propias de la magia en los calderos. Si Merlín hubiese tenido ayudantes tendría que lidiar diariamente con el mismo predicamento.
La Lucila pasó casi toda su vida sumergida en esa rutina. Mientras hubo fuerza en sus brazos, cogía el pesado batan para darle de alma a las especias que se convertirían en la marca registrada de su sazón, la misma que fue probada durante 60 años por los devotos de la cocina arequipeña, junto a la ceremonia obligada de quienes llegaban a entrevistarse unos momentos con la artífice de todo el asunto: el prende y apaga, combinación deliciosa de dos temperaturas. El incendio del anisado que se alivia solo con la frescura de una chicha refulgente. Repita las veces que sea necesario.
En un país donde muchos chefs se han convertido en rockstars y han cambiado las ollas por las cámaras de TV, La Lucila tenía tiempo para atender en persona a quien preguntara por su presencia. Ordenaba de inmediato que trajesen la botella de Najar y el caporal de chicha para recibir al curioso que se le acercaba, a veces solo para comprobar si la leyenda era cierta. Con noventa y tantos años ella seguía decidiendo los destinos de la tradición culinaria arequipeña. A los desavisados les explicaba con su paciencia de abuela cuál era el procedimiento correcto del ceremonioso trago y pasaba revista de los platos que ya casi nadie le pedía y que ella, en otros días, preparaba con tanta frecuencia.
Dice su hija mayor, Gladys, que una vez se sorprendió cuando la mandaron a llamar, para saludarla. Lucila abandonó la cocina para atender a este cliente que solicitaba tener a la cocinera en su mesa. Era Fernando Belaúnde Terry, quien deseaba compartir su almuerzo con la hacedora de maravillas. Lucila se emocionó. Aceptó de inmediato sentarse con el ex presidente y rieron durante una jornada que selló el cariño mutuo con un cuy de antología.
Lucila se fue el mismo año en que nacieron la Sociedad Picantera de Arequipa y se instituyó (por fin) el Día de la Picantería. Como esperando que desde sus fogones a leña saltara la chispa que encendería una tradición más allá de los límites de su Sachaca de toda la vida. Y es que, acéptalo sibarita, la cocina arequipeña no hubiese podido llegar hasta el sitial que tiene hoy si no se ponía como columna vertebral ese monumento al paladar que es su chupe de camarones, o su civinche, o su cuy, o su rocoto, o sus celadores, o sus...
Hay una congoja extra en la partida de Lucila y es la del que, en ausencia de abuelas, la había adoptado a la distancia como propia, celebrando sus ocurrencias, reconocimientos y bondades, pero sobre todo esa generosidad sin fronteras que hoy, en absoluta orfandad, miles de arequipeños extrañan a la hora de coger el tenedor y el cuchillo.
Pero también conocía de rabias. Renegaba duro cuando alguna de sus 5 hijas metía la pata en la cocina. Cucharón en mano hacía el ademán de retarlas para que no cometieran otra vez el error. “Pero era muy buena a la hora de arreglar los desastres”, recuerda Gladys y se sonríe, evocando los días en que su madre la perseguía entre las ollas. Es ella ahora quien deberá asumir el mando de todo ese batallón de tinajas, batanes y cucharones. Y así continuar con el legado de servir platos que se convierten en historias.
Fue hace un par de años que la vi por última vez. Ya los médicos le habían prohibido comer el cuy que tanto le gustaba. Pero seguía allí, incansable, sentada al pie del fogón, esperando quizás por ese comensal que sorprendiera a todos pidiendo algo de otro tiempo.
- “Ya casi nadie pide loritos de liccha”- me dijo entrecerrando los ojos.
Adivinen qué almorcé.



Publicado en la revista "El Búho" del mes de noviembre de 2012. Caricatura de Dorian Estrada

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