jueves, 26 de junio de 2008

La niña de los terremotos

María Laura Choque estuvo a punto de dar a luz el 23 de junio del 2001 en Arequipa. Cuando su bebé ya asomaba la cabeza, empezó el terremoto que destruyó la Catedral. María tuvo que esperar 14 horas para recién traer al mundo a su pequeña Eymi Karen, "la niña de los terremotos"

viernes, 13 de junio de 2008

OVNI: El episodio Marcona - Parte 1

Parte 1:
Un telescopio, una bióloga, un perro.


Lo vimos todos. Era 1996 y disfrutábamos del producto de nuestro mejor golpe como ladrones de media hora: un telescopio. Lo habíamos sacado casi sin querer del depósito donde se oxidaba cruelmente. Nosotros le salvamos la vida. Él nos regalaba el universo.

Nuestro objetivo inmediato era la luna. La luna de la ventana de la habitación de Pilar, la poderosa bióloga holandesa de trillones de pecas y delantera generosa. La descubrimos por casualidad en la playa cuando ella se divertía viendo en su fértil esplendor al Ancoco Pattalus mollis, marisco conocido por todos como el indecoroso y poco firme pichón de burro. Nos enamoró su profesionalismo a la hora de manipular a la bestia marina.

Su casa no era lejos. Se hospedaba donde una familia conocida y gustaba de relacionarse con muchachos como nosotros, siempre dispuestos a cargarle la mochila de 27 kilos y a traerle, de donde no hubiese, una reponedora inca kola personal. El trabajo dignifica.

Las noches de verano son tibias y quietas. La ausencia de luz en la cancha de fulbito contigua a la casa, la convertía en el observatorio ideal en busca de Pilar y otros cuerpos celestes. La luna llena, esa que pisó Armstrong, siempre se imponía a la hora de marcar las coordenadas. Quienes perpetramos el robo, nos turnábamos la oportunidad de ver de cerca los cráteres y mares de ese satélite causante de las olas que nos revolcaban por la mañana.

La noticia nos encontró temprano, en la cevichería, superando una resaca. Estaba en el periódico, en la sección de improbables. Un cometa pasaría muy cerca, rozando el planeta. Se vería en casi todas partes. Nosotros teníamos un telescopio. No nos ganan, por mi mare’ que no nos ganan.

Los hombres de ciencia bautizaron al cometa como Hyakutake. Nosotros le decíamos kamehameha.

Llegó la noche y la función era incierta. A simple vista no se podía ubicar al cometa de marras. Le buscábamos en el cielo como quien busca su amor. Pero ambos nos eran esquivos. Esa noche casi no titilaban las estrellas y no habíamos tomado nada. Ni agua. Nos acompañaba Dinky, valeroso perro compañero ideal que aprendió a ladrar y a volver al hogar para poder comer. Dinky era un can de otro mundo.

A Dinky le faltaba la mitad de su pata trasera derecha, la cual le fue amputada tras un misterioso suceso, pendiente todavía de una profunda investigación. El día de la mutilación, el médico, en su imposibilidad de salvarle la extremidad herida, recitó una sentencia que dolía en todas sus sílabas: “la pata o la vida”. Dinky escuchó el veredicto y puso cara de hombre. No hubo corazón para mandarlo al cielo de los perros. Desde entonces fue "Dinky, el tres y medio".

Instalados en nuestro observatorio/canchita, humanos y perro nos preparábamos para la llegada de lo inevitable. Oteábamos el cielo mientras Dinky buscaba cucarachas. Nunca fue muy entusiasta con lo extraterreno. Nosotros no veíamos nada. Dinky iba por su cuarto bicho.

El Hyakutake parecía ser sólo la invención de un periodista con mucho tiempo libre. La decepción empezaba a gobernar el ambiente mientras el telescopio sólo nos devolvía la oscuridad de la noche, en sus lentes 4xT. “Una chela” dijo el primer escéptico. Todos los demás asentimos. La noche estaba perdida. Buscaríamos al cometa en el bar.

En ese marasmo, llegó el ovni.

Pd: La historia continúa aquí.

miércoles, 11 de junio de 2008

Padre (también) sólo hay uno

Actividad básica en la formación infantil es aprender a manejar una bicicleta. Saber pedalear en dos ruedas se convierte en la diferencia entre ser un niño saludable o estar confinado a ver cuanta sonsera haya en el televisor. Mientras más demore el aprendizaje bicíclico, uno se va separando más y más del mundo que lo rodea.

Mi bicicleta tuvo ruedas de apoyo durante un año. El deseo de aprender a montarla como el resto de mis pequeñas amistades, se diluía rápidamente ante la evidencia quirúrgica de lo que involucraba manejar en dos ruedas: cicatrices en los codos, rodillas y cara, además de uno que otro brazo roto. La televisión, en ese sentido, ofrecía mayor seguridad. Opté cobardemente por lo segundo. No habría carreritas para mí. Bienvenidos los dibujos animados y los programas enlatados de la televisión alemana, retransmitidos por un todavía experimental canal del Estado.

La ausencia de sol en el cuerpo humano produce algunas enfermedades epidérmicas. Hasta lepra. Pegado al televisor durante horas, mi piel poseía una blancura digna de los espectros de mis pesadillas. Mi padre se dio cuenta horrorizado. Su hijo era un fantasma.

Mi padre tenía esperanzas en que alguno de sus hijos fuese futbolista, doctor o minero. Dudo que haya especulado jamás con la posibilidad de ver a alguno de sus angelitos como periodista. La vida es cruel con quien pide mucho.

Al ver tanta blancura y torpeza, sus peores sospechas se activaron. “Mi hijo es un miedoso” pensó, y no lo iba a permitir. Su deber como padre era entregarme al mundo hecho y derecho, montado en una bicicleta o dominando un balón. O ambas cosas en simultáneo.

Voló al depósito y desempolvó la bicicleta, aún con las rueditas de apoyo. Las arrancó de plano, con la fuerza de su terror y me llevó a la cancha más cercana, a practicar. De más está decir que no había monstruo televisivo capaz de infundirme tanto terror.

Mi padre no era especialmente cariñoso. Sus hijos crecíamos al amparo de nuestras propias decisiones y la disciplina impuesta por mamá. Su autoridad se notaba a la hora de las libretas de fin de bimestre. Y era él quien me iba a enseñar a manejar en dos ruedas.

La bicicleta y yo íbamos en curso correcto mientras mi padre nos sostenía con sus manos gigantes. Con la certeza de que era físicamente imposible que yo cayese, me dejaba llevar por la emoción de dirigir el primer vehículo de mi vida. En ese instante, Dios era mi copiloto.

Vueltas se sucedían alrededor de la cancha, siempre con mi padre detrás, como inquebrantable soporte de mi inutilidad equilibrista. Había un poste que rodeábamos en cada vuelta, que era el mudo testigo del día en que mi padre me estaba dando la primera de muchas lecciones de vida.

La bicicleta iba cada vez más rápido, casi volaba. Pronto le daríamos una nueva vuelta al poste. Pero había algo diferente en ese tubo. Había alguien parado a su costado, aplaudiendo. Era mi copiloto. Era Dios. Era mi padre.

A los 7 años todo es posible. Pero que mi padre estuviera en dos lugares al mismo tiempo era inaudito. La lógica se impuso tarde, pero inexorable. Ya nada me sostenía. Me iba a sacar la mierda.

“¡Pudiste solo!” gritaba mi padre, mientras trataba de extraer mi cuerpo de entre los fierros de la bicicleta. “¿Ya ves?” decía mientras me quitaba la tierra a palmazos. Yo lo miraba furioso, decepcionado. Me había traicionado.

Me cargó en sus brazos y me elevó por los aires, como en momento Kodak. Mi furia se desbarató cuando comprobé que él estaba llorando. “No me dolió” le dije de inmediato, para que no siguiese triste. No sabía en ese entonces lo que en verdad me estaba enseñando. No era el aprender a montar sobre dos ruedas. Había descubierto en su rostro la doble función de las lágrimas.

miércoles, 4 de junio de 2008

Todo se transforma*


El escenario adornado con una sencilla guitarra de palo, ya mostraba evidencia de lo que sería esa noche: un recital íntimo y minimalista. La gente que iba llegando al Polideportivo de la Universidad Católica sabía a lo que iba y se emocionaba mientras esperaba que saliera el uruguayo. Una descoordinación de seguridad hizo que el orden de asientos no se respetara y quienes estábamos en platea terminamos milagrosamente en super VIP. Suerte que le dicen.
Drexler apareció en escena junto al sonido de un faro y la luz circundante hacía homenaje al tema que interpretaría: “Doce segundos de oscuridad”, que también es el título de su más reciente disco. El coro confirmaba la sospecha, en ese concierto todos se sabían los temas.
Poco a poco, Drexler recibía el acoso de un público que reclamaba oír temas que el uruguayo iba complaciendo entre risas. Su canción “Guitarra y vos” hacía honores a lo que se veía en escena, un cantante que no necesita de la parafernalia tecnológica para mostrarse al público. Una simple guitarra y su voz bondadosa bastaban para que todo el recinto estuviera en trance.
Con esa atmósfera donde los aplausos, chasquidos y coros del público se convirtieron en un instrumento más, Drexler se terminó de meter a sus fans al bolsillo interpretando “El Surco” canción original de Chabuca Granda. Los tributos siguieron cuando el músico nacional Cotito subió a escena para acompañar al uruguayo en el tema “Tamborero”. Para entonces, ya daban ganas de subir a abrazarle.
Desfilaron los clásicos “Todo se transforma”, “Don de fluir”, su versión de “High and Dry” de Radiohead y el éxito “Milonga del moro judío” donde Drexler contó la historia de cómo Joaquín Sabina le había sugerido que hiciera una canción de un poema y en la clave que Sabina mejor domina: las décimas. Así lo hizo Drexler y vaya que funcionó.
Como en los Oscares de 2005, cantó su tema ganador “Al otro lado del río” a capella, esta vez no como protesta sino por sana costumbre. El coro lo susurró todo el mundo. Una hora después de iniciado el evento, Drexler preguntaba cómo todos sabíamos sus canciones de memoria. Parece que olvidó el YouTube.
En comunión, el uruguayo agradeció que estuviésemos ahí, sobre todo cuando a esa hora jugaba Perú frente a Paraguay. Nadie se volvió a acordar más del partido.
Extasiado, el músico se despidió de quienes fuimos plastilina en sus manos durante dos horas. Se olvidaron las sillas y las formas y el público corrió hacia el escenario para suplicarle que no se fuera. Tuvo que volver dos veces, repitiendo complacido que todo eso era una locura. Tocó tres temas más y todo quedó en penumbras. Se había terminado la luz. Empezaban de nuevo los doce segundos de oscuridad.
* Publicado el 16 de octubre de 2007 en El Búho

lunes, 2 de junio de 2008

Las dos caras del mismo poema*

El año pasado, astrónomos de todo el mundo vieron un evento cósmico extraordinario. Dos estrellas enanas blancas colisionaron entre sí y produjeron una explosión de dimensiones inconcebibles. No eran pues, simples estrellas. Eran supernovas.
Quizás en ese mismo instante, el fenómeno tenía réplicas inmediatas en el mundo que conocemos. Joan Manuel Serrat y Joaquín Sabina decidían (copa de vino mediante) de una buena vez hacer una gira juntos por el planeta. Las estrellas del cielo sintieron que les robaban la luz.
El evento se iba a llamar “Dos pájaros de un tiro”. Pudo tranquilamente haberse llamado “Vengan corriendo a vernos”. La gente siempre es noble ante tamañas invitaciones.
El repertorio de ambos compañeros poetas es para cantarlo mirando el cielo. La bóveda celeste/negra sería la página infinita donde sus versos estarían como cancionero perpetuo. El viento se encargaría de estremecer los sonidos. Las suelas de mis zapatos ya corrían a encontrarlos.
Ambos, Serrat y Sabina, o viceversa, se aman. Lo dicen, lo demuestran y lo cantan. También bromean con eso. “Y es que el amor lo inventaron los catalanes para no pagar por tirar”, dice divertido Sabina. Serrat asiente, avergonzado, sincero.
Lima es una ciudad triste. Su sempiterno cielo plomo obliga nostalgias. A Sabina la ciudad le cautiva. A Serrat le empieza a gustar. La melancolía del cielo turbio pero no cerrado es la atmósfera ideal para ver a estas dos estrellas. Y es que por mucho que sus maromas en escena obliguen a la sonrisa encubierta a dejarse ver, lo indiscutible es que el corazón late a velocidad de sollozo. Ese que sí se queda escondido.
Una canción, un poema, un intercambio coreográfico de burlas a sus propias leyendas. “Yo lo vi cantar a Serrat una vez y le pedí su autógrafo. Al año siguiente él fue a verme cantar y me pidió que se lo devolviera”, evocaba Joaquinito.
Todo iba ocurriendo sin que el tiempo tirano se dejase notar. Serrat cerraba los ojos y fulminó a todos con su silencio. Empezaba a cantar Penélope, en una noche donde muchas sonrieron con los ojos llenitos de ayer. La vieja guardia serratiana hacía sentir su presencia con los teléfonos celulares haciendo click.
Los gatos más canallas también se apostaban en las afueras del Jockey Club. Los poetas y los gatos siempre han sido parientes
Los gatos más canallas también se apostaban en las afueras del Jockey Club, encaramados sobre un puente peatonal. Su condición techera no les dejaba ingresar pero jamás les impediría seguirlos. Los poetas y los gatos siempre han sido parientes.
Sabina volvía para hacer fiesta con su biografía. Cantaba Pastillas para no soñar, saltando feliz de contento, como quien ya se puede reír de sus malandanzas sin que lo busque la Policía. “No vivas como vivo yo”, ordenaba. Y a nadie se le ocurrió venderme una cerveza fría. Los sabineros añorábamos el bar de la esquina.
Serrat se embarca solitario en Mediterráneo. Joaquín confiesa que era esa la que él deseaba cantar a dúo. Casi huraño aparece al final de la canción para decir yeah yeah yeah.
A esas alturas, la noche ya era un próspero purgatorio donde las almas se iban sumando de a uno. Nadie buscaba redención sino la eterna continuidad de ese momento irrepetible. Sabina y Serrat se unieron para invocar un Y sin embargo. Los besos que no dimos, desde el primero hasta esa noche, empezaban a doler.
Quien se roba una cartera se gana una condena. Quien me ha robado el mes de abril no merece el perdón de Dios. Un macabro vacío temporal obligaba a revisar el calendario. Joan Manuel y Joaquín devolvieron la calma disfrazados de corsarios. Se hicieron a la mar de palmas que seguían sus bailes casi frenéticos. La del pirata cojo era la elección de vida. Con parche en el ojo y con cara de malo. “A la otra Europa” decidían estos marineros. “A Barranco” coincidieron y la bitácora cambió de curso.
Se inicia entonces un inventario personal de los amores extraviados. Todos contaban con los dedos, enumerando cada historia romántica y hasta cursi. La alfombra de césped poblada de silletas ya no sentía los pies de la gente. Al fondo, Joan Manuel cantaba Tu nombre me sabe a yerba.
Una mesa, dos copas y una botella de vino se imponían en el escenario. Los brindis se sucedían entre Sabina y Serrat. A esa enorme canción de casi tres horas ya se le notaban los acordes del final. Una larga agonía empezaba con los últimos versos de Y nos dieron la diez. Los colosos se estaban despidiendo. “Sé que no lo soñé”, protestaba mientras los entusiastas se unían a mis reproches. “¡No!” gritaban conmigo.
Pero a los eventos estelares solo asistimos como espectadores anónimos. Los astros deciden su propio destino sin mayor intervención humana que la de contarla para que quede constancia. Joaquín Sabina y Joan Manuel Serrat son aves de paso, errantes enormes de madurez sin tiempo. Mientras los días siguen pasando, miro de nuevo a ese cielo con un pedido. Yo de joven quiero ser como ellos.



*Publicado en El Búho el 27 de noviembre de 2007