miércoles, 11 de junio de 2008

Padre (también) sólo hay uno

Actividad básica en la formación infantil es aprender a manejar una bicicleta. Saber pedalear en dos ruedas se convierte en la diferencia entre ser un niño saludable o estar confinado a ver cuanta sonsera haya en el televisor. Mientras más demore el aprendizaje bicíclico, uno se va separando más y más del mundo que lo rodea.

Mi bicicleta tuvo ruedas de apoyo durante un año. El deseo de aprender a montarla como el resto de mis pequeñas amistades, se diluía rápidamente ante la evidencia quirúrgica de lo que involucraba manejar en dos ruedas: cicatrices en los codos, rodillas y cara, además de uno que otro brazo roto. La televisión, en ese sentido, ofrecía mayor seguridad. Opté cobardemente por lo segundo. No habría carreritas para mí. Bienvenidos los dibujos animados y los programas enlatados de la televisión alemana, retransmitidos por un todavía experimental canal del Estado.

La ausencia de sol en el cuerpo humano produce algunas enfermedades epidérmicas. Hasta lepra. Pegado al televisor durante horas, mi piel poseía una blancura digna de los espectros de mis pesadillas. Mi padre se dio cuenta horrorizado. Su hijo era un fantasma.

Mi padre tenía esperanzas en que alguno de sus hijos fuese futbolista, doctor o minero. Dudo que haya especulado jamás con la posibilidad de ver a alguno de sus angelitos como periodista. La vida es cruel con quien pide mucho.

Al ver tanta blancura y torpeza, sus peores sospechas se activaron. “Mi hijo es un miedoso” pensó, y no lo iba a permitir. Su deber como padre era entregarme al mundo hecho y derecho, montado en una bicicleta o dominando un balón. O ambas cosas en simultáneo.

Voló al depósito y desempolvó la bicicleta, aún con las rueditas de apoyo. Las arrancó de plano, con la fuerza de su terror y me llevó a la cancha más cercana, a practicar. De más está decir que no había monstruo televisivo capaz de infundirme tanto terror.

Mi padre no era especialmente cariñoso. Sus hijos crecíamos al amparo de nuestras propias decisiones y la disciplina impuesta por mamá. Su autoridad se notaba a la hora de las libretas de fin de bimestre. Y era él quien me iba a enseñar a manejar en dos ruedas.

La bicicleta y yo íbamos en curso correcto mientras mi padre nos sostenía con sus manos gigantes. Con la certeza de que era físicamente imposible que yo cayese, me dejaba llevar por la emoción de dirigir el primer vehículo de mi vida. En ese instante, Dios era mi copiloto.

Vueltas se sucedían alrededor de la cancha, siempre con mi padre detrás, como inquebrantable soporte de mi inutilidad equilibrista. Había un poste que rodeábamos en cada vuelta, que era el mudo testigo del día en que mi padre me estaba dando la primera de muchas lecciones de vida.

La bicicleta iba cada vez más rápido, casi volaba. Pronto le daríamos una nueva vuelta al poste. Pero había algo diferente en ese tubo. Había alguien parado a su costado, aplaudiendo. Era mi copiloto. Era Dios. Era mi padre.

A los 7 años todo es posible. Pero que mi padre estuviera en dos lugares al mismo tiempo era inaudito. La lógica se impuso tarde, pero inexorable. Ya nada me sostenía. Me iba a sacar la mierda.

“¡Pudiste solo!” gritaba mi padre, mientras trataba de extraer mi cuerpo de entre los fierros de la bicicleta. “¿Ya ves?” decía mientras me quitaba la tierra a palmazos. Yo lo miraba furioso, decepcionado. Me había traicionado.

Me cargó en sus brazos y me elevó por los aires, como en momento Kodak. Mi furia se desbarató cuando comprobé que él estaba llorando. “No me dolió” le dije de inmediato, para que no siguiese triste. No sabía en ese entonces lo que en verdad me estaba enseñando. No era el aprender a montar sobre dos ruedas. Había descubierto en su rostro la doble función de las lágrimas.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Me pregunto dónde estaría yo ese mismo día. ¿Unos metros más abajo en mi casa, castigada por no tomar la sopa?, ¿en casa de Ana Liz jugando a las barbies, esperando que sean las 5pm para que Julita venga a recogerme?, o ¿soñando que era grande (ufff como de 20) y vivía en Lima?
No importa; lo que importa es que seamos capaces de recordar que cuando tú tenías 7 y yo 6, tu papá te demostraba que podía llorar también y el mío aún me abrazaba cuando llegaba de trabajar.

El Corto Maltés dijo...

Increible texto, amigo Espanta... De veras me llevaste a las primeras aventuras con mi padre, que no fueron de bicicletas,sino de martillos,sierras y clavos... me has emocionado, muchísimo...