viernes, 13 de junio de 2008

OVNI: El episodio Marcona - Parte 1

Parte 1:
Un telescopio, una bióloga, un perro.


Lo vimos todos. Era 1996 y disfrutábamos del producto de nuestro mejor golpe como ladrones de media hora: un telescopio. Lo habíamos sacado casi sin querer del depósito donde se oxidaba cruelmente. Nosotros le salvamos la vida. Él nos regalaba el universo.

Nuestro objetivo inmediato era la luna. La luna de la ventana de la habitación de Pilar, la poderosa bióloga holandesa de trillones de pecas y delantera generosa. La descubrimos por casualidad en la playa cuando ella se divertía viendo en su fértil esplendor al Ancoco Pattalus mollis, marisco conocido por todos como el indecoroso y poco firme pichón de burro. Nos enamoró su profesionalismo a la hora de manipular a la bestia marina.

Su casa no era lejos. Se hospedaba donde una familia conocida y gustaba de relacionarse con muchachos como nosotros, siempre dispuestos a cargarle la mochila de 27 kilos y a traerle, de donde no hubiese, una reponedora inca kola personal. El trabajo dignifica.

Las noches de verano son tibias y quietas. La ausencia de luz en la cancha de fulbito contigua a la casa, la convertía en el observatorio ideal en busca de Pilar y otros cuerpos celestes. La luna llena, esa que pisó Armstrong, siempre se imponía a la hora de marcar las coordenadas. Quienes perpetramos el robo, nos turnábamos la oportunidad de ver de cerca los cráteres y mares de ese satélite causante de las olas que nos revolcaban por la mañana.

La noticia nos encontró temprano, en la cevichería, superando una resaca. Estaba en el periódico, en la sección de improbables. Un cometa pasaría muy cerca, rozando el planeta. Se vería en casi todas partes. Nosotros teníamos un telescopio. No nos ganan, por mi mare’ que no nos ganan.

Los hombres de ciencia bautizaron al cometa como Hyakutake. Nosotros le decíamos kamehameha.

Llegó la noche y la función era incierta. A simple vista no se podía ubicar al cometa de marras. Le buscábamos en el cielo como quien busca su amor. Pero ambos nos eran esquivos. Esa noche casi no titilaban las estrellas y no habíamos tomado nada. Ni agua. Nos acompañaba Dinky, valeroso perro compañero ideal que aprendió a ladrar y a volver al hogar para poder comer. Dinky era un can de otro mundo.

A Dinky le faltaba la mitad de su pata trasera derecha, la cual le fue amputada tras un misterioso suceso, pendiente todavía de una profunda investigación. El día de la mutilación, el médico, en su imposibilidad de salvarle la extremidad herida, recitó una sentencia que dolía en todas sus sílabas: “la pata o la vida”. Dinky escuchó el veredicto y puso cara de hombre. No hubo corazón para mandarlo al cielo de los perros. Desde entonces fue "Dinky, el tres y medio".

Instalados en nuestro observatorio/canchita, humanos y perro nos preparábamos para la llegada de lo inevitable. Oteábamos el cielo mientras Dinky buscaba cucarachas. Nunca fue muy entusiasta con lo extraterreno. Nosotros no veíamos nada. Dinky iba por su cuarto bicho.

El Hyakutake parecía ser sólo la invención de un periodista con mucho tiempo libre. La decepción empezaba a gobernar el ambiente mientras el telescopio sólo nos devolvía la oscuridad de la noche, en sus lentes 4xT. “Una chela” dijo el primer escéptico. Todos los demás asentimos. La noche estaba perdida. Buscaríamos al cometa en el bar.

En ese marasmo, llegó el ovni.

Pd: La historia continúa aquí.

1 comentario:

lisseppettepe dijo...

genial... me robas una sonrisa.