lunes, 2 de junio de 2008

Las dos caras del mismo poema*

El año pasado, astrónomos de todo el mundo vieron un evento cósmico extraordinario. Dos estrellas enanas blancas colisionaron entre sí y produjeron una explosión de dimensiones inconcebibles. No eran pues, simples estrellas. Eran supernovas.
Quizás en ese mismo instante, el fenómeno tenía réplicas inmediatas en el mundo que conocemos. Joan Manuel Serrat y Joaquín Sabina decidían (copa de vino mediante) de una buena vez hacer una gira juntos por el planeta. Las estrellas del cielo sintieron que les robaban la luz.
El evento se iba a llamar “Dos pájaros de un tiro”. Pudo tranquilamente haberse llamado “Vengan corriendo a vernos”. La gente siempre es noble ante tamañas invitaciones.
El repertorio de ambos compañeros poetas es para cantarlo mirando el cielo. La bóveda celeste/negra sería la página infinita donde sus versos estarían como cancionero perpetuo. El viento se encargaría de estremecer los sonidos. Las suelas de mis zapatos ya corrían a encontrarlos.
Ambos, Serrat y Sabina, o viceversa, se aman. Lo dicen, lo demuestran y lo cantan. También bromean con eso. “Y es que el amor lo inventaron los catalanes para no pagar por tirar”, dice divertido Sabina. Serrat asiente, avergonzado, sincero.
Lima es una ciudad triste. Su sempiterno cielo plomo obliga nostalgias. A Sabina la ciudad le cautiva. A Serrat le empieza a gustar. La melancolía del cielo turbio pero no cerrado es la atmósfera ideal para ver a estas dos estrellas. Y es que por mucho que sus maromas en escena obliguen a la sonrisa encubierta a dejarse ver, lo indiscutible es que el corazón late a velocidad de sollozo. Ese que sí se queda escondido.
Una canción, un poema, un intercambio coreográfico de burlas a sus propias leyendas. “Yo lo vi cantar a Serrat una vez y le pedí su autógrafo. Al año siguiente él fue a verme cantar y me pidió que se lo devolviera”, evocaba Joaquinito.
Todo iba ocurriendo sin que el tiempo tirano se dejase notar. Serrat cerraba los ojos y fulminó a todos con su silencio. Empezaba a cantar Penélope, en una noche donde muchas sonrieron con los ojos llenitos de ayer. La vieja guardia serratiana hacía sentir su presencia con los teléfonos celulares haciendo click.
Los gatos más canallas también se apostaban en las afueras del Jockey Club. Los poetas y los gatos siempre han sido parientes
Los gatos más canallas también se apostaban en las afueras del Jockey Club, encaramados sobre un puente peatonal. Su condición techera no les dejaba ingresar pero jamás les impediría seguirlos. Los poetas y los gatos siempre han sido parientes.
Sabina volvía para hacer fiesta con su biografía. Cantaba Pastillas para no soñar, saltando feliz de contento, como quien ya se puede reír de sus malandanzas sin que lo busque la Policía. “No vivas como vivo yo”, ordenaba. Y a nadie se le ocurrió venderme una cerveza fría. Los sabineros añorábamos el bar de la esquina.
Serrat se embarca solitario en Mediterráneo. Joaquín confiesa que era esa la que él deseaba cantar a dúo. Casi huraño aparece al final de la canción para decir yeah yeah yeah.
A esas alturas, la noche ya era un próspero purgatorio donde las almas se iban sumando de a uno. Nadie buscaba redención sino la eterna continuidad de ese momento irrepetible. Sabina y Serrat se unieron para invocar un Y sin embargo. Los besos que no dimos, desde el primero hasta esa noche, empezaban a doler.
Quien se roba una cartera se gana una condena. Quien me ha robado el mes de abril no merece el perdón de Dios. Un macabro vacío temporal obligaba a revisar el calendario. Joan Manuel y Joaquín devolvieron la calma disfrazados de corsarios. Se hicieron a la mar de palmas que seguían sus bailes casi frenéticos. La del pirata cojo era la elección de vida. Con parche en el ojo y con cara de malo. “A la otra Europa” decidían estos marineros. “A Barranco” coincidieron y la bitácora cambió de curso.
Se inicia entonces un inventario personal de los amores extraviados. Todos contaban con los dedos, enumerando cada historia romántica y hasta cursi. La alfombra de césped poblada de silletas ya no sentía los pies de la gente. Al fondo, Joan Manuel cantaba Tu nombre me sabe a yerba.
Una mesa, dos copas y una botella de vino se imponían en el escenario. Los brindis se sucedían entre Sabina y Serrat. A esa enorme canción de casi tres horas ya se le notaban los acordes del final. Una larga agonía empezaba con los últimos versos de Y nos dieron la diez. Los colosos se estaban despidiendo. “Sé que no lo soñé”, protestaba mientras los entusiastas se unían a mis reproches. “¡No!” gritaban conmigo.
Pero a los eventos estelares solo asistimos como espectadores anónimos. Los astros deciden su propio destino sin mayor intervención humana que la de contarla para que quede constancia. Joaquín Sabina y Joan Manuel Serrat son aves de paso, errantes enormes de madurez sin tiempo. Mientras los días siguen pasando, miro de nuevo a ese cielo con un pedido. Yo de joven quiero ser como ellos.



*Publicado en El Búho el 27 de noviembre de 2007

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