Pensé que estaría molesto conmigo o, por lo menos, distante.
Sin embargo no tuvo ningún problema al recibirme, en privado, en su despacho,
para ayudarme en una investigación personal. Me saludó con una sonrisa inmensa
y sincera, que agradecí casi agachando la cabeza. Me llenó de elogios inmerecidos
por mi trabajo y respondió, otra vez, a mis preguntas con franqueza.
Mi temor se debía a nuestro primer encuentro, en televisión,
hace más de un año. La primera entrevista con Javier del Río en el programa fue
una de las más comentadas de la temporada pasada. Sobraron los cuestionamientos
de amigos y extraños a la pregunta final que le hice, recordándole sus días
previos al sacerdocio, cuando hasta novia tenía. Él respondió de buena gana y
riendo. Al final nos tomamos una foto donde poso con el gesto usado por Ronnie
James Dio, que es marca metalera por excelencia, y que he adoptado como señal
para despedirme del público. Quedamos allí los dos, congelados para la
posteridad vestiditos de negro y yo preocupándome por el parecido entre ambos,
incluso con la enorme diferencia de edades.
Pero luego de esa segunda reunión en su despacho me quedó
claro que Javier del Río es un tipo sincero, sensible y firme en sus creencias,
además de poseer un estupendo sentido del humor. Una persona con quien se puede
conversar sin apasionamientos innecesarios e intolerancias retrógradas. Obviamente
defiende a cabalidad los fundamentos de la Iglesia. Es lógico. Sería absurdo
que busques simpatías para tu marcha pro aborto o tu iniciativa legislativa
para el matrimonio gay en un servidor de la Iglesia católica. Pero Javier
escucha, polemiza, argumenta. Y, curiosamente, no pontifica. Al menos no en una
conversación.
Por eso, ante la renuncia de Benedicto XVI mi primera
reacción fue comunicarme con él, para pedirle una nueva entrevista en el
programa. Su email respondiendo no llegaba y volvieron mis dudas sobre si
estaba enojado conmigo. Finalmente, en la playa, la alerta del celular me
sorprendió. Del Río aceptaba y pedía fecha y hora. Reconozco que sentí algo de
temor. En serio.
Algunos de mis amigos más queridos son furiosos ateos,
agnósticos, herejes y demás. Hablan de religión como si fuese la gran tara de
la humanidad y hasta se ponen intolerantes con sus argumentos. Pero respeto eso
como también ellos se burlan (quiero creer que con cariño) de mis dudas sobre
el tema. Y vaya si he tratado de encontrar respuestas en múltiples lugares.
Allí están las bancas de varios cultos para dar fe que he querido escucharlos a
todos.
Javier del Río llegó a la nueva cita, segunda en televisión
abierta conmigo, con una puntualidad que deberían tener todos. Al entrar al set
me miró como si fuésemos amigos desde hace mucho y que por cosas del trabajo no
nos vemos. Creo que me quiso abrazar pero quedamos en el apretón de manos y la
palmada en el hombro. La entrevista, por supuesto, giró en gran parte en torno
a la salida de Benedicto XVI y los cuestionamientos a la Iglesia por las
reiteradas acusaciones de pedofilia y ocultamiento de algunos de sus clérigos. “¿Usted
ha tenido que lidiar con eso aquí en Arequipa?”, pregunté.
-
“Felizmente nunca”, dijo y volteó a mirarme.
Había alivio en sus ojos. Le creí.
Por supuesto siempre habrá observaciones, cuestionamientos,
maledicencias y más frente a la Iglesia y sus representantes. Acaba de
proclamarse Francisco I y ya se destapa su relación con Videla, por ejemplo. En
Arequipa no falta quien apunte el dedo hacia las propiedades que tienen los
curas, sus sueldos, el concordato, en fin. Creo que es bueno que se haga, al
final de cuentas nadie es impoluto.
Pero me alegra que haya gente como Del Río al frente de su rebaño.
Aunque sea lapidado por la prensa por su cercanía con Cipriani y sus
declaraciones a veces tan frontales, pienso que es bueno que él esté allí,
defendiendo cosas en las que cree sin trastabillar.
Creo que estoy entrenado para dudar de todo, de todos, todo
el tiempo. Felizmente hay gente que no. Él no duda. Y su fe me conmueve.
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