viernes, 24 de abril de 2009

Un viaje de 200 años (Primera parte)



Era inminente que llegases. Los vuelos de Lan suelen ser puntuales a la hora de aterrizar en este pedazo de tierra. Pero temía no reconocerte.
Y tampoco se trata de que no nos hayamos visto en 200 años. Tenía algunas fotos de nuestro último encuentro y otras que diligentemente ibas colocando en ese espacio de virtualidad que convoca amistades llamado Hi5. Igual no te reconocí a la primera.
El aeropuerto lucía curiosamente lleno. Mucha gente esperaba el vuelo LP115 de ese viernes. Una comunidad evangélica aguardaba por su pastor extranjero, al que le habían preparado pancartas, globos y cantos. Otros más tristes, recibían desde ese avión el cuerpo inerte de una muchacha asesinada en el país del norte, cuando fue a una discoteca a buscar la alegría que le negaron en su nación y un maniático le quitó todo de un infeliz disparo.
A ti sólo te esperaba yo.
Las tardes de verano en Arequipa son tibias y nubladas. Lo recibe a uno esa breve brisa que amenaza con frío pero solo queda en bravata. Llegaste sin mucho abrigo, excepto esa gorra verde que impidió que te reconociese a la primera. Mi primer temor se había manifestado.
Tú sí me viste de pie en la terraza del aeropuerto, pero preferiste evitar escándalos. Algo de alivio debe haber habido cuando comprobaste que estaba allí parado esperándote. Pero igual no dijiste nada. Finalmente te diferencié del resto y nuestros ojos se encontraron sin parpadear, parapetados detrás de nuestros respectivos lentes oscuros. Sonreímos.
Al encontrarnos nos dimos el beso en la mejilla, clásico indiscutible a la hora de la incomodidad. Casi nos abrazamos pero los dos nos quedamos a medio camino de semejante suceso. Estabas igual a como nos vimos hace meses, pero se notaba algo de miedo y unas ganas enormes de no parecer nerviosa. Pero todas fracasaron irremisiblemente.
En el taxi de camino al hotel no hablamos mucho. Ambos tratamos por todos los medios de aparentar que era una situación absolutamente normal. Pero allí ni el exagerado bigote del taxista podía ser considerado habitual.
El hotel te pareció cómodo. La habitación 4 que te asignaron quedaba en el segundo piso, circunstancia que permitió la primera de tus observaciones. “Si llego borracha quizás no pueda subir”, dijiste risueña. Los días demostraron que las 21 gradas no serían problema a la hora de la tormenta beoda.
Dejaste tu equipaje y salimos con prisa. El centro de la ciudad queda muy cerca del hotel por lo que el trayecto fue a pie. Llegamos a la Plaza de Armas y su panorama no te pareció impresionante. “Debe ser que está nublado”, dijiste para no decepcionarte. Pero ya era tarde.
Subimos a uno de mis bares habituales con balcón a la Plaza. El lugar guardaba numerosos encuentros en sus mesas e historias que quizás bordean los 200 años. La nuestra estaba empezando cuando pedí a Tomás, servicial mozo del lugar, que nos trajera una botella de agua y una cerveza helada. Y cigarros, claro está.
“No puedo fumar sin mis chiclets”, dijiste mirándome a los ojos. A mí me sonó a orden y te ofrecí ir a comprarlos. Te negaste con delicadeza pero igual tuve que salir a por ellos. Cuatro pequeñas cajitas amarillas te traje en minutos. Los compré en una bodega antigua, cerca de la Plaza. “¿Qué tan antigua?”, preguntaste casi por compromiso. “Unos 200 años” te dije y sonreíste, entendiendo que esa cifra nos iba a perseguir durante toda tu estadía. El tiempo siempre será relativo.

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