miércoles, 29 de abril de 2009

Y por creer, en cuentos de hadas...

¿Qué clase de magia deberé usar? canta Bowie desde un improbable archivo mp3. Lo escucho y busco las imágenes del laberinto donde se perdió Jennifer buscando a su hermanito rubio, al que debieron convertir en duende. Las hadas eran perversas en ese universo, me acuerdo. Entonces todo es posible. Dance, magic dance.

Un hada debe ser como una mujer pero sin secretos, una especie de eternidad del tipo neverending story con todo el tiempo del mundo para que le cuenten cuentos. Y crecer en forma proporcional al relato del narrador. Yo las he visto, sé de lo que hablo.

Había un árbol de cualquier cosa en mi casa. Ni muy grande para ser sabio ni muy pequeño como para ser planta. Como para trepar.

Subía en las noches al árbol este. Más ganas de captar mejor la radio que necesidad de naturaleza. Me instalaba donde pudiera recostarme y la música de la estación local llegase sin interferencias mayores. Quizás se oía mejor. No me acuerdo.

Era un árbol noble, sus ramas no raspaban. A su lado había un huarango. Ese sí era una mierda.

En una de esas noches melómanas, la vi. Pequeñita al principio, parecía vestir un traje de hojas. Así tiene que ser -pensé-. No se movió. Yo sí.

Me acerqué despacio, como lo hacían mis hermanos al cazar lagartijas. Con el sigilo de una araña y sin hacer ruido. Sin dramas tampoco. Si se escapa, piña pues.

No era tan tarde como para que la oscuridad gobernase todo. La luz de la sala llegaba a iluminar torpemente ese breve territorio en la cima del árbol. Los contrastes no eran muy definidos pero se podía distinguir una rama común de una hada fabulosa. Y esa era un hada. Las ramas no tienen ojos de luz.

Desubicado por la inminencia de lo imposible, lo lógico era caer del árbol. Siempre fui un hombre lógico. El huarango me recibió con sus ramas malditas que me incineraron la carne a cortes. Juro que oí al hada reir.

(4 de setiembre 2005 – 9:38 pm)

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