domingo, 17 de agosto de 2008

Esa vieja camisa a cuadros

Recuerdo el día como si el balazo lo hubiese recibido yo. Era el 6 de abril de 1994 y un viejo vecino, el gordo Ricardo, eximio guitarrista y enamorado perpetuo de todo, había llegado de visita. Su cara evidenciaba que algo en el mundo no estaba bien. Pero la trágica noticia que venía con él, tuvo algunos antecedentes. Horas antes, ese mismo día, mi primera taza de café se había derramado sobre la mesa, sin que nada o nadie interviniese en la catástrofe. Sencillamente cayó presa de su propia gravedad y la mancha que dejó su derrumbe era innegablemente identificable. Era una guitarra. Mientras la mañana avanzaba, la tragedia seguía anunciándose. Un apagón en la casa me impidió ver el noticiero y tampoco me permitía escuchar algo de música. Estaba en un limbo terrible, esperando la mala hora en que debía encontrarme con Vanesa, la chica con la que se suponía estaba saliendo y de la cual ya había probado un beso ardoroso a orillas del mar, en la Caballeriza. Pero a mis 15 años yo no tenía nada más que hacer allí. Casi al mediodía, era evidente que algo había pasado. La sensación clásica de verano traidor se había trastocado en un contundente día de mierda. Todo iba mal, sin luz, sin música, sin amigos, sin poder ir a la playa porque no había quien se quedase con la abuela convaleciente. Todo mal, como preámbulo ideal para lo que se venía. A la 1 volvió la luz y casi de inmediato sonó el timbre de la casa. Hasta el sonoro tun tun que solía hacer ese timbre, ese día parecía distinto, como si la puerta ya supiese de las malas nuevas que venían con el hombre que puso el dedo en el interruptor. Ricardo apareció con una mochila al hombro y el rostro desencajado. Su hola dio paso a lo peor que me podían decir en ese momento. “Kurt Cobain ha muerto ayer. Lo vi en la mañana, cuando salía de Ica. Se ha suicidado”. Desde chico siempre se me dijo que por dramático que fuera un suceso, los planetas y en general el universo seguía moviéndose. Nada podía ser tan calamitoso como para que el orden de todas las cosas se alterase. Mucho menos la muerte de alguien. De una sencilla persona en un planeta de 6 mil millones. Solo un hombre menos en el mundo. Ya en la sala, en silencio compartimos un cigarro y el viejo equipo Pioneer empezó a tocar la canción “Something in the way” y el ambiente se puso más pesado. Empecé a preguntarle a Ricardo cómo habían sido las cosas, como si él hubiese estado en esa casa de Seattle, cerca del Lago Washington. No hubo nada que decir.Una hora más tarde estuve con Vanesa, explicándole que no podíamos seguir, que ella apareció en un momento en que mi vida de 15 años estaba demasiado complicada. Me dijo inmaduro y otras cosas terribles que felizmente ya no recuerdo. Ojalá la hubiese querido más.

No hay comentarios: