sábado, 24 de mayo de 2008

Todos los veranos son el último

La playa representa siempre un escenario inestable que pone en peligro la normalidad congénita de los que habitan a escasos metros de ella. De la convivencia entre los hombres y el líquido incógnito, surgen leyendas que se fortalecen en esos breves veranos.


Me quebraron el alma en la playa. En los días en que aún no se me amargaba la vida de tanta cotidianeidad, podía conservar para mí un atardecer sentado en los límites retráctiles de la tierra, mojando los pies en el océano Pacífico. Luego volvía resuelto al domicilio para la cena de rigor y después de nuevo al mar. Como si las cosas se intercambiaran durante el verano y las cuatro paredes de la casa capitularan frente a la inmensidad de la costa y cedieran vencidas su condición de hogar.
Encender la fogata frente al agua tiene sus trucos. Hay que hacerlo con solemnidad para parecer experto y sorprender a la concurrencia. En las sociedades antiguas, el hacedor de fuego tenía un mejor status en la tribu. Capaz de brindar luz y calor cacheteando piedras, de seguro tenía mayores opciones afectivas con las damas de la caverna que sus camaradas de dieta cruda y pies fríos.
Con esa sabiduría depositada en los genes prehistóricos, repetir la proeza de ofrecer candela demanda el uso de todos los artilugios posibles en pos del afecto femenino inmediato. Pero centenas de fósforos Inti y litros de kerosene, nada pueden hacer contra un cúmulo de maderas humedecidas por la torpeza de abandonarlas demasiado temprano al borde del mar. Y allí, donde debió haber fuego y primeras caricias solo hubo risas y autoestimas tiradas al mar. Y mucho frío.

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Los faros son linternas intermitentes. Alumbran en círculos vigilando que los barcos no se desbarranquen en su afán de tocar tierra. Y en su labor orbital tienen también (como en el yin y el yang) sus doce segundos de oscuridad.
Esa penumbra precaria es la que preserva al que algo esconde de un posible testigo indeseado. No es mucho el tiempo para cometer el inocente delito, pero la intensidad del acto pueden convertir 12 segundos en presente perenne. Y sólo eso necesitaba para cometer mi infracción.
El contacto constante con el ambiente marino obliga a ciertas mutaciones menores. Color más oscuro y sabor a sal son características de alguien que se la pasa de descuidado vagabundo por la costa brava. Eso último de la sazón era lo que quería constatar de labios ajenos en las tinieblas del faro.
Ella era de costumbres navales. No la reconocí vestida. Su indumentaria habitual era infinitamente más pequeña que esos jeans Levis que llevó a la cita. Buscarla en la oscuridad sería más complicado, pero con todo respeto, eso sí. Varias vueltas del faro después descubrí que no habría prueba de degustación. Derrotado, la miré para darme cuenta que esa noche no sería yo el de la primera piedra. A la siguiente penumbra ella me zampó un beso soberano durante los 12 segundos que nos regaló la ausencia de luz. “Sabes a playa”, rió. Esa noche, algún barco debe haberse hundido.
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La piscina no es la playa. Es la excusa cobarde de quienes le temen a un revolcón de ola o de los que advierten cierto placer en disimular sus desechos úricos en una bacinica gigante.
A los mayores les gustaba la piscina. Mis padres preferían vernos entre mayólicas que revolcados en la arena. Rara sensación de seguridad que se les acabó el día en que mi hermano mayor se pulverizó el brazo en tres partes luego de una espectacular caída desde el trampolín jugando “sigue al líder”, sano esparcimiento de la infancia que consistía en imitar la rutina de clavados de un niño y el que lo superaba pasaba a ser el nuevo líder. Nadie imitó a mi hermano en su caída extraordinaria.
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El malecón de Mollendo se antoja quimérico. La bruma que lo cubre al final del día revela tópicos que no se ven a plena luz. El castillo Forga al fondo no hace más que confirmar ese estado de improbabilidad. Envuelto en esa niebla es donde se descubre con toda certeza que todos los veranos son el último y sólo queda echarse a vivirlo como poetas guerreros, enfrascados en luchas inútiles contra la traslación de la tierra. Con ese convencimiento, uno abandona la costa con el gesto trastocado, diríase en paz.

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