martes, 27 de mayo de 2008

En la ciudad de la lluvia

Lloverse. Esa extraña conjugación del fenómeno hídrico refleja una realidad humana sobrecogedora: cuando el cielo se cae en pedazos, no es la tierra la que se empapa sino el alma de uno mismo. Pero el agua debe atravesar ropa, zapatos y carteras antes de llegar a semejante destino espiritual. Y que rico moja.


Era un hombre mediano, de cabello largo y ojos fieros. Buscaba un lugar donde la lluvia de las 9 de la noche no arruinara su gabán de cuero negro que ocultaba por completo su humanidad. Impen­sa­da­mente, bajo ese torrencial y sonoro chubasco, un sonido logró filtrarse entre los borbotones del aguacero. Era un teléfono móvil, su teléfono móvil.
La calle Octavio Muñoz Najar no es ni por asomo el prototipo de la legalidad y resguardo. Sus consuetudinarios habitantes pasean sus malas artes durante la noche con fruición. Celulares y carteras son las víctimas favoritas de estos rateros de poca monta. Partir a la carrera con lo robado es su especialidad olímpica.
El móvil seguía sonando mientras el sujeto trataba de sacar el teléfono de entre los pliegues de su largo abrigo. El aparato repicaba impaciente en busca de respuesta hasta que al fin vio la luz en un rápido movimiento de mano. El hombre que se guarecía de la lluvia no alcanzó a contestar. Alguien más rápido se lo había quitado y se iba perdiendo entre la bruma de lluvia. Un choro.
Él se quedó de pie, mirando como se iba haciendo más pequeña esa fulminante figura empapada que escapaba con su celular. Sonrió y partió a darle alcance. Las cuadras de la calle se sucedían una tras otra mientras el agua ya era dueña de pistas y veredas. La persecución era húmeda y veloz, con eventuales miradas del ladrón hacia atrás, cada vez más desconcertado ante el hecho de que su víctima lo estuviera cazando. Corría más rápido, limpiándose el agua de la cara y maldiciendo al hombre de cabello largo al viento, al que se le caía la chalina y cuyo abrigo de cuero lucía como una siniestra capa en esa vertiginosa carrera.
Los espontáneos curiosos se percataron de los galopes bajo la persistente lluvia y se quedaban quietos, viendo como ambos protagonistas iban pasando, uno más mojado que el otro. El primero era evidentemente un ladrón. El otro podía ser el demonio.
La calle se iba acabando para ambos. Ya sólo los separaba un par de metros cuando el rufián volteó la cabeza por última vez. Su ira se convirtió en pavor y su loca carrera se detuvo en ese momento. Seguía sin entender cómo habían pasado las cosas. Se preguntaba por qué éste no era un trabajo más, como la billetera de la mañana y el gorro de la tarde. Pero su duda más grande era cómo lo habían alcanzado en tan corto tiempo.
Puso el teléfono en el suelo, gritó algo ininteligible al hombre que le acechaba y volvió a correr en el aguacero. Pero ya nadie le perseguía.
El hombre del abrigo negro se detuvo. Recogió del suelo su teléfono mientras las gotas de agua le acribillaban la espalda. Lo guardó y se dio media vuelta. Un niño le esperaba de pie en la vereda, chorreando agua por todos sus costados. Lo miraba ilusionado, sosteniendo su chalina perdida.
-Se te cayó esto, Batman- le dijo, casi llorando.
El hombre la cogió y volvió a sonreír mientras llamaba desde su teléfono. Arequipa ya tiene un superhéroe.

******

Hay una lluvia que flota. Son las gotas que prefieren deambular en el aire sin tener a la tierra como destino cardinal. La niebla.
Esa bruma cae sobre la ciudad sin aviso, como el ladrón de la noche, clandestinamente y hablando bajito. Y como al ladrón, la gente le grita cuando le descubre.
-¡Mira la niebla!- exclaman y le buscan en el cielo, tratando de ubicar su procedencia. Pero es inútil. La niebla está en todos lados como un humo frío inasible. La nada que acaba con todo.
Eleucadio y Cleodesbinda po­drían ser Romeo y Julieta o Tristan e Isolda. Podrían ser cualquier pareja épica. Ya lo son. Ellos han salido a la Plaza de Armas en plena neblina pero no a buscarla. Tienen un motivo más dramático para preferir la gélida calle al calor de la casa. Se están escondiendo.
Se abrazan mirando desconsolados al Tuturutu. “Eleu” y “Cleo” se quieren como solo lo hacen quienes se conocieron desde chicos, desde el colegio. Se enamoraron, se desenamoraron, y tras años de idas y venidas decidieron un santo día mandarse de una buena vez a la mierda. Sin mirar atrás.
Cleodesbinda se casó con “el Yonder” y Eleucadio (¡cómo no!) con “la Chirley”. En ambas ocasiones, a la hora de dar el sí, había un sol esplendoroso.
Pero la lluvia siempre regresa, como la gripe y el amor de niñez. Y cuando la lluvia decidió habitar esa tarde de enero, en las calles de centro de la ciudad como un vaho borroso, “Eleu” y “Cleo” se encontraron de casualidad a la salida del Super, queriendo subirse los dos al mismo taxi.
Él la invitó a ver la Plaza de Armas, ahora casi desierta, sumergida por completo en esa nube cómplice. Ella aceptó como quien no quiere la cosa.
Allí los buscaba desesperadamente “el Yonder”, quien se volvió loco al no encontrar a su esposa esperándole en un taxi a la salida del Super. No los encontró jamás.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Ya no llueve
Penita.
Saludos de tu gente en Ica.
Lizzie.