martes, 16 de junio de 2009

Prisioneros de la esperanza*

Los religiosos creen en lo que no ven. Le dicen fe. Una fe que mueve montañas pero no alcanza para sacar adelante un sencillo partido de fútbol. Pero no se pierde. Anida en algún rincón del alma inasible, esperando manifestarse ante la primera contrariedad que requiera urgentemente de su presencia para sacarla adelante.

Los materialistas no saben de esas cosas, de aquello que no tiene lógica. Como quedarse de pie en la calle, a casi 10 grados, tiritando, limpiando fluidos que salen congelados desde el apéndice nasal, sólo para mirar un partido de fútbol en un televisor plasma de 32 pulgadas. “Es para alentarlos” dice el entusiasta, sin sacar las manos de entre sus axilas, las que puso allí en busca del calor que le niega el fervor. Se juega algo importante, supone el que pregunta. “No, nada” dice el que sigue de pie, imperturbable.
Veintidós personas corriendo tras un esférico de cuero, relleno de aire, es la metáfora perfecta de la constante búsqueda de la felicidad en lo material. No sirve de nada retenerla, ya que al final, su interior es solo eso: aire. Mejor es pasarla al compañero y este al que le sigue, hasta que alguno se deshaga finalmente de ella de un zapatazo y la ponga en el arco del rival. Nada más digno que entregar lo que más se desea al enemigo, aunque sea con un “toma mientras” saliendo de entre los dientes apretados.
Pero lo que ocurre fuera de la cancha no tiene metáfora, analogía, simbología o comparación equivalente. No hay nobleza ni espíritu deportivo. “Pura estupidez” dirá el antifútbol, antes de irse a ver una exposición de arte. El hincha que sustenta su ser en lo que ocurre en un terreno ajeno a él, no puede ser sino el paradigma supremo de lo inexplicable. Ni plata recibe.
Ser un hincha de una escuadra regularmente victoriosa, podría tener su sustento en las reacciones químicas que ocurren en una pequeña estructura alojada en el centro del cerebro, en las regiones subcorticales. En esa recóndita área de nuestra humanidad se produce lo que los científicos denominan Hedonia. Los mortales simples y vulgares le dicen felicidad. Ver al delantero estrella del equipo de sus amores, meter el gol que le da la victoria postrera puede provocar en el fanático más arrebatado, una felicidad tan grande que lo lleve a cometer actos calificados de delincuenciales por la fría prensa sin corazón. Voltear e incendiar autos, por ejemplo.
Pero rendir tributo y dedicarle sentimientos a un equipo que no gana, ni empata, y pierde irremediablemente con cuanto rival se le coloque al frente, tiene ribetes de demencia descomunal. O de amor real, que suele ser lo mismo. Querer lo que nos lastima, y seguir queriéndolo después de todo. Tanta inclinación merece un receptáculo superior a una sola persona, supone el inconsciente. “Dios, la U y Tú” dice una pinta subversiva en un muro de la ciudad, poniendo en evidencia claramente en pintura spray, el escalafón afectivo del sujeto en cuestión. Pobre la destinataria que responde al nombre de “Tú”.
La selección peruana posee el encanto de la novia (o novio) cruel. Ese personaje tiernamente macabro, que uno no puede apartar de su vida por un asunto más allá del entendimiento material. La metafísica se impone. O la estupidez, que también a veces es lo mismo.
Con sólo 7 puntos, ocupando el último lugar de Sudamérica, jugando sin ganas ni pundonor, dando lástima y provocando vergüenzas, Perú aún convoca el cariño. Allí están las esperanzas de los hinchas que saben que ni ganando se llegaría a ningún lado. Lo único importante es estar allí, acompañando a los muchachos en la tragedia de su ruina, aunque estos quizás no sepan jamás que estuvieron de pie, allí en la calle, con los ojos llenos de esperanza, aguardando el momento de gritar un gol que convierta el dolor en risa, en posibilidad.
La esperanza no sabe de matemáticas.

*Publicado en El Búho, el 14 de junio de 2009.

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