sábado, 29 de septiembre de 2012

Zoila


Fui invitado a decir unas palabras en la presentación de "Acuarelas", la nueva novela de Zoila Vega Salvatierra. Me salió esto. 

Hace 6 años, cuando Zoila Vega acababa de ganar el premio de Novela Corta “Julio Ramón Ribeyro” por su primer trabajo, “Cápac Cocha”, yo era un reportero más que sorprendido.
Primero porque Zoila en ese momento era muy conocida en estos lares por su trabajo al mando de la Orquesta Sinfónica de Arequipa. Su juventud al asumir ese encargo, además de su forma tan particular de dirigir a sus músicos, le conferían (a los ojos de quienes hacíamos prensa cultural) cierto halo venerable que obligaba siempre a hablar de ella con respeto. Hasta con miedo.
Segundo porque la noticia de un premio literario para un prosista arequipeño siempre alborota. Los poetas de alguna forma nos han acostumbrado a ganar algo con regularidad. Pero en novela la cosa es más complicada.
Entonces teníamos un premio de novela para una autora arequipeña que además era reconocida por su  talento en la dirección de la Orquesta Sinfónica y su destreza con el violín, ese instrumento que puede sonar como un gato padeciendo bajo los torturas del Grupo Colina, pero que en manos talentosas como las de Zoila es magia pura. Había pues que buscarla para hacerle una entrevista.
Era la primera que la veía fuera de la solemnidad de sus conciertos. Sin el frac ni la batuta, parecía casi normal, excepto por una excesiva alegría que, después descubrí, es el modus operandi con el que afronta la vida. Se ríe de todo, hasta de sí misma, y ni siquiera se tomaba en serio el hecho de haber ganado un premio por el que muchos de esos que van por ahí anunciándose con cierta pompa diciendo “soy escritor”, hubieran vendido su alma a Marilyn Manson.
El extremo de esa risa fue cuando dijo algo contundente: “Fue un accidente”.
Ese accidente es una de las mejores novelas que se han escrito en Arequipa.
O sea que a Zoila se le chispoteó, fue sin querer queriendo y además en esos días, en las múltiples entrevistas que daba sobre el tema, no tenía el menor reparo de decir cosas como “Puede verse arrogante que venga alguien que no es del gremio y gane y encima diga que no le interesa ser escritora. Pero no, la verdad, yo tengo otra vida, la música, que me hace sufrir y me despeina.”
Pero los que nos despeinamos fuimos sus lectores. Porque “Cápac Cocha” resultó ser algo tan fresco, además recurriendo a una fórmula casi en desuso que es contar la historia a través de cartas, que no había forma de que algo así fuera un chiripazo. Un gol del Checho para ponerlo en términos futbolísticos. Había allí algo que prometía posteridad. Los accidentes no existen, decía Sigmund Freud.
Hoy asisto con placer a la confirmación de mis sospechas. Porque “Acuarelas” se publica para decirnos a todos que Zoila Vega es una escritora sorprendente.
La historia arranca con una imagen que ella ha visto toda su vida, una acuarela pintada por su padre, Don Alberto, cuya obra se vuelve precisamente la columna vertebral de esta novela, donde el protagonista vuelve a ser un sujeto envuelto en su cotidianeidad, pero debido a un descubrimiento extraordinario se torna un investigador para ir contándonos en medio de sus pesquisas, un relato donde el arte y la guerra se revelan como lo que siempre han sido: enemigos mortales.
Ese investigador podría ser la misma autora, quien además se ha revelado como una científica de sus dos pasiones. Pero con este libro, el teclado y las letras deben ser ahora inherentes a ella como antes lo fueron su arco y violín, conviviendo ambos talentos en alguien que encima se da el lujo de seguir riéndose de todo esto. Zoila, vas a desquiciarnos a todos con tu despreocupación.
Un aplauso extra merece su editor, Arthur Zeballos, quien supo ver en Zoila lo que sus no pocos fans descubrimos en ella desde los primeros párrafos de “Cápac Cocha” y ratificamos hoy con “Acuarelas”. Que estamos ante un personaje que a fuerza de disciplina, talento y algunos desequilibrios encaja en el concepto que tengo de lo que es un genio. Lo que hace con el violín es estremecedor. Su prosa posee el brillo de lo valioso. Habría que darle algunos pinceles, lienzos y libertad. Estoy seguro que la veríamos exponiendo en algún museo dentro de muy poco.

jueves, 30 de agosto de 2012

El olor de los cipreses



Tenía poco más de 5 años cuando vine a Arequipa. Sospecho que mi madre, en su deseo de mantenerse lo más cerca posible de su Misti, me trajo en años anteriores, incluso estando al calor de su vientre. Pero fue a esa edad en la que pude percibir algunas de las cosas que iban a marcar un cariño inmortal por las simplezas de una tierra llena de contrastes.
Nos quedábamos entonces en una casa cerca a la Antiquilla. Nos recibía siempre Flora, granítica ama de llaves que nos perseguía por la casa a mi hermano a mí, sabiendo que nuestra curiosidad era el ingrediente necesario para las armas de destrucción masiva. Pobres floreros. Y en el jardín, enorme como un caballo, estaba Yetro, el primer perro que pese a ser ajeno y distante, quise como propio. Su nobleza peluda no sabía de horarios para jugar y en su perruna habilidad se las ingeniaba para encontrarnos en cualquier rincón de la casa y obligarnos a cambiar de actividad por la de montarlo como corcel. Era pues, un gigante en cuatro patas.
Recuerdo con pavor la sensación del agua de caño a las 5 de la mañana. Ese antártico frío que adormece las manos pero al mismo tiempo genera un extraño masoquismo que permite mantenerse allí, en la caída del agua helada, hasta ver cómo los diez dedos se ponen azules. En serio, adoraba quedarme varios minutos allí (sorry Sedapar) dejando correr ese témpano serrano sobre mis pequeñas manitos costeras. Curiosamente, la aldaba de la colosal puerta de madera de la casa era una mano de bronce, fría y reluciente, como un anuncio de lo que viene luego de estar expuesto a  esa congelación. Un entumecimiento que hacía temer por un futuro en el cual ambas extremidades terminaban como picaportes en los hogares de mi porvenir.
Luego de ese ritual criogénico, corría a la mesa del desayuno a buscar el espectáculo del pan humeante dentro de la cesta de mimbre. Un pan extraño de tres lados con aroma a leña. El placer de abrirlo con las manos todavía frías y sentir cómo la miga se desprendía de ese cascarón dorado es algo que sirvió para ir despertando mi sensibilidad a las delicias de lo cotidiano. Untarle mantequilla y enterarme allí mismo de lo que es un matrimonio perfecto. Un pan de tres puntas con mantequilla, tan extremo en su simplicidad.
Cerca de la Antiquilla queda la Ronda Recoleta, gobernada por un templo católico sin demasiadas pretensiones. Camino a ella, varias casas protegían su intimidad con altos muros hechos de cipreses. Paredes verdes de una textura singular y atrayente. Era sencillamente imposible pasar por allí sin estirar las manos y recorrerlas a todo lo largo, percibiendo las infinitas posibilidades de un árbol que se puede convertir en laberinto. Al final del viaje me frotaba las manos para que escape ese olor a bosque encantado. Allí, entre mis dedos estaba el aroma de mis futuros recuerdos arequipeños.
Cuadras más arriba, una picantería recibía los pedidos histéricos de dos chiquillos (mi hermano y yo, otra vez) que reclamaban por un vaso de chicha de jora fosforescente. Como viejos characatos, dos imberbes iban reconociendo, sin saberlo, una tradición que los atravesaba más allá de la genética. Era un asunto de reafirmar lo que en la lejana casa frente al mar nos iban recordando todos los días mamá, papá, tías y abuelas: te va a encantar Arequipa.
Ya de viejo, es lógico que muchos de esos idilios fallecieran y hayan sido sepultados por la malentendida modernidad. Pero cada vez que me encuentro con los cipreses vuelvo al ritual de extender mi mano de picaporte en busca de esas texturas del ayer, de esas sensaciones de arboleda y cielo azul. Y claro, ese olor regresa a mis palmas convertido en mensajero de otra época, en enviado del pretérito con la carta amarilla de las cosas por las que vale la pena detener el paso. Ni hablar de cada desayuno con el pan triangular que todavía se dejar romper mientras se despide con su crocante sonido.
Todavía están allí esas cosas, esperando volver a encantarme con sus aromas, colores y sonidos. Aguardan por aparecerse en la entrada de mi adultez para empezar a golpear la puerta. Pero claro, es mi propia mano la que, transformada en aldaba, suena contra la madera. Atenderé cuando Yetro deje de perseguirme por el jardín.

Foto: Jorge Bedregal