lunes, 12 de agosto de 2013

Lo que habita adentro


Hemos respirado los aromas del adobo desde que tengo memoria. En casa se ha hablado con pasión de Menelik, ese invencible toro gigante, con nosotros todavía en la cuna. Las acuarelas retratando campiñas han estado siempre en las paredes de mi infancia. 
Crecí en una extraña sucursal de Arequipa. A 550 kilómetros del Misti, frente al mar, mi familia construyó un hogar characato en cada habitación. Mis hermanos y yo heredamos la costumbre de comer rocoto frente a los costeños amigos que no se atrevían. Nos hemos peleado por una camiseta de Melgar cuando niños y hasta hemos bailado carnavales en las fiestas familiares. Todo eso frente al océano Pacífico, lejos del sillar.
Se pronunciaban palabras que sonaban a conjuros: Yanahuara, Socabaya, Paucarpata, yaraví, chojni, alalau, pacpaco, y nos moríamos de risa. Esos trabalenguas fonéticos eran el lenguaje de un mundo al que estábamos conectados por sangre y costumbres. Lo sabíamos y aunque mostrábamos resistencia al principio, poco a poco todo nos quedó claro como el cielo de agosto. Éramos pues, arequipeños nacidos fuera de su lar.
Descubrimos lo que era un Grifo, coronando el escudo de Arequipa, antes de verlo en los libros de mitología. Conocimos a los camarones y su aspecto extraterrestre antes de ver Alien. Entendimos que un queso helado no lleva queso y, más grandecitos, que el anisado podría arrancarnos la vida.
Mario Vargas Llosa lo ha explicado mejor que nadie: “toda mi tribu familiar, como suelen hacer los arequipeños, se llevó siempre a la Ciudad Blanca con ella en su andariega existencia”. Quizás allí habita el atributo más irrebatible del arequipeño en el mundo, su indivisibilidad con las raíces.
Eso explicaría por qué la nevada arequipeña, ese estado de ofuscación aleatoria que puede incendiar el mundo, nos acecha permanentemente, dentro y fuera de los confines de la ciudad. Se entiende entonces la cara de desconsuelo absoluto que pone el arequipeño que vive en Tokyo, cuando, en YouTube, encuentra esa canción de Los Dávalos que le devoraba el recuerdo. Y uno tiene la certeza de que en cada lágrima que se chorrea en el aeropuerto y cada abrazo que se estrecha en el terminal, nace el reencuentro de un arequipeño, no solo con sus seres queridos, sino con la gravedad de su tierra.
Se han cometido barbaridades en nombre de ese amor desmedido, que a veces borra por completo el precario límite entre el orgullo por lo propio y el chauvinismo. Pero también han sabido construirse maravillas que se elevan sobre sillares, fogones, caballetes, danzas y algarabías, cautivando a los que pusieron el hombro para crearlas como a los que son testigos boquiabiertos de un hechizo colectivo.
Arequipa se ha convertido en una ciudad que se multiplica en el corazón de cada enamorado de este suelo. De los tremendos sismos que nos ha tocado vivir (los terremotos no solo son de tierra) se ha levantado siempre una nueva ciudad, una nueva esperanza, un nuevo hogar.
Ese hogar está adentro.

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