Tenía poco
más de 5 años cuando vine a Arequipa. Sospecho que mi madre, en su deseo de
mantenerse lo más cerca posible de su Misti, me trajo en años anteriores,
incluso estando al calor de su vientre. Pero fue a esa edad en la que pude
percibir algunas de las cosas que iban a marcar un cariño inmortal por las simplezas
de una tierra llena de contrastes.
Nos
quedábamos entonces en una casa cerca a la Antiquilla. Nos recibía siempre Flora,
granítica ama de llaves que nos perseguía por la casa a mi hermano a mí,
sabiendo que nuestra curiosidad era el ingrediente necesario para las armas de
destrucción masiva. Pobres floreros. Y en el jardín, enorme como un caballo,
estaba Yetro, el primer perro que pese a ser ajeno y distante, quise como
propio. Su nobleza peluda no sabía de horarios para jugar y en su perruna
habilidad se las ingeniaba para encontrarnos en cualquier rincón de la casa y
obligarnos a cambiar de actividad por la de montarlo como corcel. Era pues, un
gigante en cuatro patas.
Recuerdo
con pavor la sensación del agua de caño a las 5 de la mañana. Ese antártico
frío que adormece las manos pero al mismo tiempo genera un extraño masoquismo
que permite mantenerse allí, en la caída del agua helada, hasta ver cómo los
diez dedos se ponen azules. En serio, adoraba quedarme varios minutos allí
(sorry Sedapar) dejando correr ese témpano serrano sobre mis pequeñas manitos
costeras. Curiosamente, la aldaba de la colosal puerta de madera de la casa era
una mano de bronce, fría y reluciente, como un anuncio de lo que viene luego de
estar expuesto a esa congelación. Un
entumecimiento que hacía temer por un futuro en el cual ambas extremidades
terminaban como picaportes en los hogares de mi porvenir.
Luego de
ese ritual criogénico, corría a la mesa del desayuno a buscar el espectáculo
del pan humeante dentro de la cesta de mimbre. Un pan extraño de tres lados con
aroma a leña. El placer de abrirlo con las manos todavía frías y sentir cómo la
miga se desprendía de ese cascarón dorado es algo que sirvió para ir despertando
mi sensibilidad a las delicias de lo cotidiano. Untarle mantequilla y enterarme
allí mismo de lo que es un matrimonio perfecto. Un pan de tres puntas con
mantequilla, tan extremo en su simplicidad.
Cerca de la
Antiquilla queda la Ronda Recoleta, gobernada por un templo católico sin
demasiadas pretensiones. Camino a ella, varias casas protegían su intimidad con
altos muros hechos de cipreses. Paredes verdes de una textura singular y atrayente.
Era sencillamente imposible pasar por allí sin estirar las manos y recorrerlas
a todo lo largo, percibiendo las infinitas posibilidades de un árbol que se
puede convertir en laberinto. Al final del viaje me frotaba las manos para que
escape ese olor a bosque encantado. Allí, entre mis dedos estaba el aroma de
mis futuros recuerdos arequipeños.
Cuadras más
arriba, una picantería recibía los pedidos histéricos de dos chiquillos (mi
hermano y yo, otra vez) que reclamaban por un vaso de chicha de jora fosforescente.
Como viejos characatos, dos imberbes iban reconociendo, sin saberlo, una
tradición que los atravesaba más allá de la genética. Era un asunto de
reafirmar lo que en la lejana casa frente al mar nos iban recordando todos los
días mamá, papá, tías y abuelas: te va a encantar Arequipa.
Ya de
viejo, es lógico que muchos de esos idilios fallecieran y hayan sido sepultados
por la malentendida modernidad. Pero cada vez que me encuentro con los cipreses
vuelvo al ritual de extender mi mano de picaporte en busca de esas texturas del
ayer, de esas sensaciones de arboleda y cielo azul. Y claro, ese olor regresa a
mis palmas convertido en mensajero de otra época, en enviado del pretérito con la
carta amarilla de las cosas por las que vale la pena detener el paso. Ni hablar
de cada desayuno con el pan triangular que todavía se dejar romper mientras se
despide con su crocante sonido.
Todavía
están allí esas cosas, esperando volver a encantarme con sus aromas, colores y
sonidos. Aguardan por aparecerse en la entrada de mi adultez para empezar a
golpear la puerta. Pero claro, es mi propia mano la que, transformada en aldaba, suena contra la madera. Atenderé cuando
Yetro deje de perseguirme por el jardín.
Foto: Jorge Bedregal